Eryn Galen

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Eldrïel abandonó la vasta cámara donde entrenaba a los elfos silvanos. Se secó el sudor de la frente con un paño mientras sonreía con gozosa satisfacción. Hoy había sido un día de los más duros, pero estaba muy contenta. Había establecido turnos de cuatro grupos todos los días y aunque al principio los silvanos del gran Bosque Negro se mostraron recelosos para aprender técnicas de combate ante una elfa avari, al cabo de tres meses había conseguido ganarse su confianza y esperaba que algo de respeto. 

Se adentró en el pasaje natural de las cavernas al norte del río, que el rey había reclamado para construir su nuevo reino, con lentitud y una sensación de cansancio.

Cuando Elrond le propuso viajar a Eryn Galen para enseñar las artes de lucha que había perfeccionado después de la Dagorlad contra Sauron —en la Última Alianza entre elfos y hombres—, no estaba muy convencida

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Cuando Elrond le propuso viajar a Eryn Galen para enseñar las artes de lucha que había perfeccionado después de la Dagorlad contra Sauron —en la Última Alianza entre elfos y hombres—, no estaba muy convencida. Los sindar del este no solían ser muy hospitalarios y a menudo cerraban las puertas del reino por orden del rey Thranduil Oropherion, no muy dado a compartir con los extraños —y menos después de los extraños y oscuros acontecimientos que venían ocurriendo en el bosque en forma de peligrosas y enormes arañas negras o terribles ecos al sur, en la fortaleza en apariencia vacía llamada del Nigromante—. Pero la inactividad y tranquilidad en Imladris agitaban su cuerpo y Eldrïel necesitaba exponerse a nuevos retos de forma constante. No podía estar quieta mucho tiempo en un lugar, solo se sentía bien en los grandes espacios abiertos y a menudo se perdía por las veredas a lo largo y ancho de la Tierra Media en un peregrinar solitario, aunque siempre acababa regresando al Último Hogar, la residencia que Elrond le ofreció después de la guerra.

Anduvo despacio por la larga galería de piedra, todavía en construcción, admirada de la belleza con la que los constructores dotaban a la roca, la madera o el hierro al habilitar nuevos espacios en la enorme gruta que Thranduil había elegido en las laderas de una colina para proteger a su gente de las nuevas amenazas que asolaban el antiguo Eryn Galen, ahora llamado con tristeza el Bosque Negro. Miró hacia arriba, al techo donde se oía el repicar del escoplo, y vio a varios elfos, sujetos por arneses de cuerda a las paredes, trabajar con ahínco mientras cantaban. Las jubilosas y siempre jóvenes voces inundaban el pasaje de alegría y contagiosa felicidad. Escuchó con atención, en pocos segundos se aprendió una de las estrofas, y en la siguiente ronda la entonó a la vez que los maestros obreros. Su clara voz melodiosa brotó cristalina como lo haría el agua fresca de un manantial de montaña y se derramó por los pasillos, grutas, estancias y recovecos, llegando incluso a las estancias reales.

Los elfos miraron hacia abajo al oírla, le sonrieron con regocijo, pero sin dejar de trabajar ni de cantar y Eldrïel continuó su camino con el corazón alborozado y pleno de un sentimiento de bienestar que aumentaba cada día que permanecía en ese reino. Por primera vez en su vida se sentía en paz en un lugar y las ansias de grandes espacios parecían dormitar ahora en su interior.

Para su sorpresa los silvanos la acogieron con gran cordialidad cuando arribó y Legolas, el joven príncipe, fue el encargado de recibirla y de enseñarle el que sería su nuevo hogar mientras permaneciera entre ellos.     

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