Ni te imaginas lo que voy a hacer contigo, inmundicia

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Thranduil contempló la cara de Eldrïel hasta que el pasaje torció y la perdió de vista. Entonces la sonrisa que exhibía para ella se desdibujó hasta morir. Un terrible presentimiento nacía en su ser, como si no pudiera volver a verla al advertir a Azog contemplarla de esa forma tan fija. La historia se repetía y volvía a estar impotente frente a la maldad que había en el mundo. Todos sus esfuerzos por aislarse del entorno hostil y que su gente estuviera a salvo se veían truncados en un solo segundo. ¡Maldición! El corazón atronaba, angustiado, en su pecho. ¡No pensaba permitirlo! En cuanto los orcos doblaron la esquina del pasadizo, de dejó caer a peso muerto y eso los desestabilizó. Desprevenidos, aflojaron la presa en los brazos del rey y este lo aprovechó para impulsarse hacia arriba, voltearse en el aire con todo el cuerpo, la cabellera como la estela de una estrella brilló a la luz de la antorcha cuando él aterrizó con los pies sobre los hombros del orco a su derecha y le rompió el cuello con un rapidísimo giro. El cadáver empezó a caer, pero él ya estaba saltando hacia el otro con la intención de repetir la maniobra. Por desgracia el orco, más listo, se apartó antes de oír el crujido que anunciaba la defunción de su compañero y enarboló un puñal aserrado de temible aspecto, lleno de sangre reseca que apuntó directo a la garganta de Thranduil cuando este aterrizó y se volvió hacia él. El rey estuvo a punto de ensartarse solo. Se detuvo a tiempo, aunque no sin antes rasgarse la piel del cuello con la afilada punta.

—Trás, snaga —ordenó al tiempo que escupía en el suelo, con desprecio.

Thranduil entrecerró los ojos, al tiempo que sopesaba las posibilidades que tenía. No estaba dispuesto a rendirse.

—Ni suñes —advirtió mientras avanzaba y blandía al mismo tiempo la antorcha y el puñal—. ¡Dando! —ordenó con aspavientos hacia Thranduil, que retrocedía cauteloso ante su avance sin dejar de vigilar el filo y la antorcha, dispuesto a aprovechar la menor oportunidad. Pero el orco siguió agitando la antorcha, vigilando con celo al elfo.

Avanzaron varios kilómetros por el pasaje en ascenso hasta que este se bifurcó en varios, pero para desgracia del rey en uno de ellos toparon con una dotación completa descansando allí. En cuanto aparecieron, algunos al verlo libre y sin cadenas se lanzaron sobre Thranduil y lo apresaron.


—Vadlo a Berazog, lo'tá perando —mandó el de la antorcha, más tranquilo al verse respaldado.

Pero Thranduil renegó en voz alta y empezó a luchar como una fiera.

—¡No! —rugió, enfurecido. Dio puñetazos demoledores, patadas que lanzaron al pobre infeliz que acertó contra el suelo a varios metros, pero los orcos vivían por y para la pelea. Se lanzaron sobre él como una jauría y lo aplastaron contra el piso. Lo amarraron entre todos y el que estaba al mando lo aprisionó con unas argollas que colocó en sus muñecas, detrás de la espalda, y también en los tobillos con una cadena que le permitiría andar con relativa facilidad.

Resonaron las carcajadas cuando lo hicieron levantar, esposado, y lo empujaron con unas picas en la espalda, obligándolo a andar hacia delante.

Resonaron las carcajadas cuando lo hicieron levantar, esposado, y lo empujaron con unas picas en la espalda, obligándolo a andar hacia delante

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—No juguecitos, snaga —avisó el comandante de la dotación.

Aun así Thranduil forcejeó con los aretes de hierro, sublevado. ¡Tenía que haber alguna manera de escapar de esos inmundos orcos y poner a salvo a Eldrïel! ¡No iba a permitir que tornara a suceder, antes moriría! No quería ni pensar en que aquellos viciados pasajes serían el final de una elfa tan llena de vida, de luz. Su propia muerte ni siquiera lo afectaba, había vivido una vida larga, muy larga, su hijo ya era mayor y sabría afrontar la pérdida, y él por fin podría reunirse con su amada Elthenereth en los salones de Mandos.

Los orcos lo empujaron con las picas y lo forzaron a andar más rápido.

Pronto llegaron a una caverna más grande. El techo era muy alto con estalactitas labradas con gran belleza, como columnas que se unieran a las estalagmitas que surgían del suelo a su encuentro.

Thranduil traspasó el umbral y reconoció el lugar. Allí lo habían torturado. Lo recorrió con la mirada y al instante vio a un orco muy grande, deforme de un hombro, como si tuviera una protuberancia llena de granos que le creciera al margen del cuerpo, la piel cuarteada de color grisáceo llena de profundas cicatrices que a veces dejaban ver el hueso, sentado a una mesa repleta de animales muertos, a medio cocinar, algunos devorados del que solo quedaban los huesos.

—Oh, mi rey, me alegro de verte. Ven, tengo ganas de divertirme otra vez —demandó al tiempo que lo llamaba con una mano, insistente.

Thranduil esbozó su mejor sonrisa petulante y lo miró con desmedida indiferencia.

—Ni te imaginas lo que voy a hacer contigo, inmundicia —declaró mientras andaba hacia él con lenta elegancia.

Berazog se levantó, furibundo, humillado frente a sus congéneres por ese elfo con ínfulas de grandeza. No aguantaba que nadie le llevara la contraria, ni que lo cuestionara. Ya le enseñaría, ya. Borraría en un instante esa expresión arrogante.

—¡Ponedlo en la rue...! —empezó a gritar, pero su voz se perdió en el estruendoque se formó
 al estallar, de repente, una algarabía en la entrada.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora