Señor del Bosque

626 63 9
                                    

Anduvieron con el sigilo propio de la primera raza hacia el sur, en la dirección indicada por el guardia, en formación de seis diseminados en un radio de tres kilómetros. Se adentraron más y más en la espesura cada vez más oscura, aunque ya era de día y el sol ascendía con rapidez.

Eldrïel se mantenía en la retaguardia prestando atención a cualquier atisbo del rastro de Thranduil. Descubrió pisadas de venado a un lado de la senda que rastreaban y su instinto le susurró que lo siguiera. Echó un vistazo a Legolas y a los demás: continuaban adelante concentrados en el terreno. Titubeó un segundo, pero decidió perseguir las pisadas que también se dirigían hacia el sur, pero más hacia el oeste. Se adentró entre el boscaje, más espeso en esa parte, y anduvo con cuidado sin dejar marcas o huellas tan ligera era su pisada.

En esa parte el sol atravesaba de vez en cuando las altas copas y creaba preciosos rayos de luz que la floresta teñía de verde, ocre o algún tono de rojo según el árbol en el que se enfocara.

Eldrïel emitió un suspiro, embelesada. Este era su estado natural: vagar a solas por el bosque. No se había dado cuenta de lo mucho que añoraba pasear bajo las ramas de robles, abedules, fresnos y hayas. Siguió varios kilómetros, siempre resiguiendo las huellas muy visibles. Casi como intencionadas, pensó, pero se rio de sí misma ante la ocurrencia.

Al cabo de una hora se había adentrado en una zona lóbrega y escalofriante. El bosque parecía no respirar en ese lugar, en el ambiente flotaba una maledicencia pesada y no se escuchaban trinos de pájaros o zumbidos de insectos. El silencio era denso, como a la espera y Eldrïel sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. Prestó atención para oír a la partida de Legolas, pero no escuchó nada que indicara que anduvieran cerca. Tal vez no había sido buena idea separarse sin al menos avisar al príncipe.

Entonces lo vio. Un hermoso ciervo blanco, alto e imponente, en la cima de una loma en medio de un claro. La miraba fijo, estático. Eldrïel avanzó con cautela, aunque creía que emprendería la huida de un momento a otro. Pero este no se movió, seguía mirándola a los ojos y de vez en cuando pateaba el suelo, como impaciente. Al fin llegó a los pies de la loma, a unos pasos de él. Lo admiró con deleite, maravillada de la envergadura de la cornamenta, también blanca. Los ojos eran azules, profundos y ancestrales.

—Yo te honro, eres un Señor del Bosque, sin duda —alegó en un susurro conmovido

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

—Yo te honro, eres un Señor del Bosque, sin duda —alegó en un susurro conmovido. Se llevó la mano al corazón e inclinó la cabeza con profundo respeto. Al levantarla y mirarlo otra vez el ciervo ladeó la cabeza y miró en dirección al este. Eldrïel siguió su mirada y descubrió unas gigantescas formas negras a varios cientos de metros, en el suelo. Se giró hacia el ciervo, este le devolvió la mirada sereno y comprendió que debía ir en esa dirección—. Gracias.

El venado inclinó la cabeza, dio un salto y brincó hacia el sur. En unos segundos había desaparecido.

Eldrïel desenfundó las dagas y las enarboló con fuerza. Avanzó decidida mientras prestaba atención para escuchar cualquier sonido que le indicara que Thranduil estaba cerca. A lo lejos le pareció oír algunos crujidos, pero no supo si era el sonar propio del bosque. Las formas negras estaban diseminadas en un radio de varios cientos de metros, todas eran arañas inmensas y todas estaban muertas por herida de arma blanca. De sus cuerpos brotaba una sangre negra, espesa y maloliente.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora