¡Por favor te lo imploro, Elbereth Gilthoniel!

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Recuperó la conciencia poco a poco. Sintió el suelo duro bajo el cuerpo, losas de piedra rugosas y ásperas. Un olor pútrido inundó sus fosas nasales, provocándole arcadas. Mareada, sentía la cara muy dolorida, y estaba desorientada. No sabía dónde se hallaba ni qué había ocurrido. Escuchaba unos alaridos espeluznantes, lejanos y a la vez demasiado cercanos. Se arriesgó a abrir los ojos y la más completa oscuridad le hizo pensar que se había quedado ciega. Parpadeó en un intento de enfocar su aguda vista élfica, capaz de detectar cualquier resquicio de luz por débil o lejano que estuviera, pero no consiguió ver nada.

Los horribles alaridos proferidos por un ser que sufría una agonía sin fin, sin mesura ni forma, seguían resonando con ecos escalofriantes que los ampliaban y los repetían hasta sus oídos. Intentó taparse las orejas, apiadada de ese pobre infeliz, sin recordar por qué se hallaba allí ni si ella sería la siguiente, y descubrió que tenía las muñecas encadenadas con unas argollas a una cadena clavada en el muro tras ella. Se incorporó, sentándose en el suelo, y forcejeó con los grilletes, alarmada, el terror surcando veloz sus venas.

Oyó un ruido de pisadas, no muy lejos de allí, y giró la cabeza persiguiendo el sonido, todavía sin ver nada. Su olfato reconoció al instante el infecto olor de los orcos de las cavernas y arrugó la nariz, asqueada. Y en ese momento lo recordó todo: la partida de escolta, el bosque, el ciervo, Thranduil y las arañas, y el ataque de los orcos después de que el rey intentara besarla.

Llena de angustia, lo llamó:

—¿Majestad? Mi señor, ¿estáis ahí? —susurró al tiempo que palpaba el suelo a su alrededor a todo lo largo que le permitían las gruesas cadenas. Tal vez estuviera inconsciente como ella hacía unos segundos. Siguió llamándolo con la esperanza de despertarlo—. ¿Majestad? ¿Me oís? ¡Majestad! ¡Por favor, contestadme! —imploró al fin, cada vez más aterrada. ¿Y si había sufrido algún daño después de que ella cayera inconsciente? Recordó haber oído la lucha encarnizada que él mantuvo con los orcos que los habían asaltado mientras la llamaba a voz en grito. Siguió explorando el suelo de lo que suponía sería una celda y dio algo que supuso debía ser la bota de alguien al palparla. Su corazón dio un vuelco, lleno de ansia y esperanza—. ¿Thranduil, eres tú? —inquirió sin darse cuenta de que lo estaba tuteando al tiempo que subía con las manos por la bota, pero al terminarse esta lo que palpó no fue la pierna del rey, sino el hueso descarnado de alguien al que debieron encerrar también en esa celda hacía mucho tiempo.

Reculó con un respingo, aterrorizada. Aunque no por ella. No temía morir, la muerte solo era un estado transitorio para un elfo y ella vivía la vida como si cada día fuera el último: con ganas, con garra, disfrutando cada minuto. Lo que la aterraba era la suerte que habría corrido el rey, una cosa era enfrentarse a la propia muerte y otra muy diferente afrontar el sufrimiento o la pérdida de alguien por quien estaba empezando a sentir mucho más que una simple atracción. Pensar que pudiera haber resultado herido le encogía el alma. Imaginarlo herido le cortaba el aliento, sentía que la vida se le escapaba por los poros de la piel al pensar que no podría volver a ver su mirada del color de las más preciadas gemas estelares, o contemplar la sonrisa sincera que le dedicaba a su hijo. No podía ni pensarlo, el frío pavor le reptaba por la columna como dedos de muerte en vida, de dolor infinito día a día, de vacío gris sin color ni cambio. El rey no le había dado ningún motivo para que pudiera enamorarse de él. Su trato siempre había sido gélido, distante, desdeñoso, pero aún así Eldrïel no había podido evitar interesarse por él como varón, curiosa por saber si esa conducta tan indolente era producto de una pantomima para mantener a distancia a los demás, y por saber si había un corazón que latía debajo de esa frialdad, sin darse cuenta de que cada día que pasaba en el Reino del Bosque más se apasionaba con el elfo del que le hablaban sus súbditos con tanta devoción.

—¡Por favor, respóndeme! ¿Thranduil? —repitió, de rodillas, con las manos estiradas al frente en busca de su calor, de su cuerpo vivo y a salvo, al menos todo lo a salvo que se pudiera estar en esa celda incógnita. Se mordió el labio con tanta fuerza, al no recibir más que el ominoso silencio, que se lo partió y sintió un hilillo de sangre resbalar por la barbilla. Entonces percibió que realmente estaba todo en silencio, demasiado incluso. Escuchó con atención y comprobó que los espantosos alaridos habían cesado mientras ella buscaba infructuosa a Thranduil.

Retrocedió hasta topar con la espalda en la pared, meneando la cabeza en un intento de negar que tal vez... ¡No! No quería ni pensarlo. Él no podía estar... Estar... muerto. ¡Era imposible! Era el elfo más fuerte que había conocido, y eso que conocía a Elrond, a Glorfindel, a Galadriel y a Celeborn. Se encogió contra la fría piedra, con el alma sangrando.

—¡Por favor te lo imploro, Elbereth Gilthoniel, mantenlo a salvo, protégelo de todo mal! ¡No dejes que muera! —suplicó en una plegaria ardiente mientras su rostro era regado por infinidad de gruesas lágrimas.

En ese momento percibió una luz, muy lejana, rebotar en las paredes a mucha distancia de ella y danzar en sombras movedizas. Se secó las mejillas con el dorso de la mano y se estiró hacia la dirección de la que provenía, ansiosa por ver dónde se encontraba y quién la portaba. El pestilente olor a orco se intensificó a medida que el resplandor se aproximaba y apretó los puños. Si venían a buscarla no se la llevarían sin pelea.

Ahora podía ver que la luz provenía de un largo pasaje abovedado que acababa frente a la puerta que cerraba su celda, de gruesos barrotes de hierro. Podía ver que la antorcha que alguien portaba cada vez estaba más cercana y oyó varias voces hablar en la lengua negra de los orcos, tan chirriante y espeluznante como si alguien arañara un objeto metálico con una sierra llena de restos sangrantes.

Estiró todo lo que pudo las cadenas que la aprisionaban para atisbar entre los barrotes de la puerta, a unos tres metros de ella, y distinguió unas formas, meras sombras todavía, tan lejos estaban. Se preguntó dónde se hallaba esa caverna. Debían estar muy por debajo de la tierra, profunda en lo profundo, puesto que no había conseguido captar ningún resquicio de luz antes. Y era inmensa si apenas conseguía distinguir la forma de la sombra con su aguda vista.

Paseó la mirada por la celda y pudo distinguir los restos que había tocado antes a un metro de donde se hallaba, meros huesos con jirones de ropa y una bota todavía calzada

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Paseó la mirada por la celda y pudo distinguir los restos que había tocado antes a un metro de donde se hallaba, meros huesos con jirones de ropa y una bota todavía calzada. Más allá había más cuerpos, unos en putrefacción y otros en esqueleto, algunos incompletos. Solo el cadáver de la bota era élfico, los demás eran algunos humanos y otros orcos.

Ahora se oían las voces chirriantes mucho más cerca y volvió a atisbar por entre los barrotes, mientras se ponía en pie dispuesta a la lucha.

Vio a dos corpulentos orcos aproximarse, uno llevaba la antorcha en una mano, iluminando el camino. Se percató de que ambos arrastraban a alguien cabeza abajo entre los dos y fijó la vista con más atención. Todavía estaban lejos, pero de inmediato pudo distinguir una larga cabellera rubia que arrastraba por el suelo al tener la cabeza hundida entre los hombros, unas orejas puntiagudas y un cuerpo largo, inconsciente a juzgar por el peso muerto que sobrellevaban los dos orcos sin ningún miramiento. 

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora