No tenéis derecho a culparos. ¡Vos no podíais elegir!

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—No pudiste hacer nada, no es culpa tuya, no... —hipó, temblorosa. La pena, la compasión y la piedad inundaban su ser.

Thranduil lo percibió y su alma clamó en rechazo. No merecía la piedad de nadie.

—No lo entiendes. Yo fui el que debería haber muerto, yo fui el que debería haber alejado de ellos a la hueste —alegó. La tomó de los hombros y la separó de sí mismo. Se levantó y la levantó a ella también, abrupto. La soltó como si no pudiera soportar su contacto y buscó sus pantalones para ponérselos.


Eldrïel sintió un frío glacial lamerle la piel, no tanto por el hecho de estar a medias desnuda, ya que tenía el jubón abierto, pero pasado por los brazos, sino por haber perdido todo contacto con el rey. A los pocos segundos notó que él le ponía en las manos el resto de su ropa y se apresuró a vestirse, aunque se le dificultó la tarea al temblarle todo.

—La perdí por mi cobardía, por no haber conseguido encontrarla a tiempo, por haberla llevado a ese viaje y por haber demorado el regreso. ¡Ella no merecía morir! ¿Entiendes? —gritó, la ardiente furia que sentía contra sí mismo llameante en sus pupilas.

Eldrïel, ya vestida, adelantó las manos en busca del rey y las movió en el aire para encontrarlo hasta que tocó su brazo y tiró de él hacia sí. No podía consentir que él se culpara por algo sobre lo que no tuvo control ni voluntad.

—¡No tenéis derecho! —exclamó con fuerza, audaz, mientras alzaba las manos hacia el rostro masculino

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—¡No tenéis derecho! —exclamó con fuerza, audaz, mientras alzaba las manos hacia el rostro masculino. Lo encontró y lo abarcó entre las palmas. Thranduil, desprevenido, quiso zafarse de su agarre, pero ella resistió, tenaz—. No tenéis derecho a culparos. ¡Vos no podíais elegir! —afirmó, contundente.

Thranduil la agarró de las muñecas, con firmeza no exenta de suavidad, y se retiró de su contacto, aunque sus palabras lo sorprendieron y no la soltó del todo.

—¿Qué quieres decir? —inquirió, ofuscado. La ira atravesaba su ser, de nuevo caliente, y la culpa corroía cada célula de su cuerpo.

—Ella tomó la decisión de anteponeros, a vos y a Legolas, a su vida y no podéis deshonrarla culpándoos, o negándoos a vivir, hundido en el dolor y el remordimiento —sentenció, con el convencimiento que le daba empezar a comprender su comportamiento distante.

Thranduil palideció, le soltó las manos como si quemara y retrocedió.

—¿Deshonrarla? —balbució, descompuesto. Pero si la adoraba, ¿cómo podía culparlo Eldrïel de algo tan aberrante?

Pero ella adelantó los pasos que él reculó hacia el sonido de su voz y alzó la mirada hacia donde creía que estaba su rostro, con el iris color esmeralda llameante de determinación.

—¡Sí! ¡Deshonrarla con vuestra negativa a reconocer que ella eligió salvaros, a aceptar el hecho de que ella os amaba tanto que prefirió sacrificarse a veros morir! —decretó, resuelta a sacarlo de ese pozo en el que se inmolaba en vida, postrado por la pesadumbre. Adelantó de nuevo las manos hacia el rostro de él, en un intento de ofrecerle consuelo, pero sus manos solo hallaron el vacío esta vez. Aún así, persistió—. No podéis camuflaros detrás de esa arrogancia para esconder vuestro dolor, ni distanciaros de los que os quieren. No tenéis derecho a negaros la vida o la alegría por no saber qué fue de ella, cómo murió, si sufrió o si os llamó al final y vos no acudisteis —alegó, con dulzura. Un denso silencio siguió a sus palabras, tan espeso que casi podía sentirlo sobre la piel. Eldrïel contuvo el aliento, temerosa de haber ido demasiado lejos en su intento de hacerle entender que Elthenereth no habría querido verlo jamás tan dolido, destrozado y destruido.

—¿Cómo sabes eso? —interrogó Thranduil al fin, perturbado por la claridad con la que ella había descrito su sentir.

—Porque la culpa se alimenta a sí misma con pensamientos negros que os hacen regresar una y otra vez al momento de la decisión que creéis errónea y plantearos si pudisteis hacer otra cosa, sin dejaros paz ni descanso —arguyó, compadecida. El dolor que lo traspasaba lo sentía como propio, punzante, y al conocer ahora la historia de Elthenereth sentía una profunda afinidad con ella, quizá por haberse enamorado del mismo elfo, y comprendía a la perfección por qué había tomado esa decisión tan extrema.

—No —negó, rotundo. Eldrïel no entendía que él era el responsable del bienestar de su familia, que nunca debió exponerla a ese peligro, que la amaba tanto que no podía ni respirar al no saber a ciencia cierta qué había sido de «Ella». Meneó la cabeza, negándose a aceptar las razones que esgrimía; parecían sensatas y cabales, pero no podían obviar su cobardía, su ineptitud. Ni podían recomponer su corazón hecho pedazos o su ser convertido en hielo—. No lo entiendes...

—Lo entiendo a la perfección —aseveró, la mirada alzada intrépida, indomable. Y repitió—: Lo entiendo porque yo habría hecho lo mismo —admitió, la verdad de su corazón en cada palabra—. Y por eso os digo que la estáis ultrajando al no honrar su decisión y vivir con toda plenitud la vida que ella os regaló.

Thranduil se adelantó, la rabia bullía en sus venas ante esas palabras que lo herían en lo más hondo al acusarlo de estar defraudando al ser que más había amado en la vida. La encaró de cerca, sujetándola con rudeza de los hombros, la empujó contra la pared.

—¡Basta! ¡No tienes derecho a hablarme así! —gritó, desquiciado—. Lo que tienes que entender es que estoy roto, seco, muerto, que no puedo...

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora