Ni de lejos, orco

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Eldrïel oyó la escueta explicación, pero en realidad escuchó la angustia, el suplicio y la desolación que sufría Thranduil, cada día, desde que Elthenereth le había sonreído aquella última vez. En su voz, en lo que no decía, ni mostraba, pero que sentía con todo su ser.

—La amáis —susurró ella, el rostro alzado hacia la voz masculina. Sintió las lágrimas saladas inundar sus ojos. Por fin comprendía por qué él había compartido esa atroz vivencia y supo que a pesar de que se sentía atraído y que la deseaba, ese elfo herido, ese rey hermoso no era para ella. Por mucho que él fuera ahora su hogar, nunca tuvo la menor oportunidad de llegar a su corazón. Cerró los párpados para esconder la tristeza que la abrumaba a la penetrante mirada del monarca.

—La amo con toda mi alma —murmuró Thranduil, sincero, aunque su mente clamó en protesta paralela, y frunció el ceño, desconcertado por la advertencia que resonaba en su cabeza sin nombre ni forma, pero con muchísima fuerza. Pero no pudo seguir pensando, ni hablando, porque una voz escalofriante habló tras ellos, sobresaltándolos.

—Pero mira, pajarillo, mira lo que tenemos aquí.

Thranduil se volvió de inmediato y descubrió a un orco pálido mirándolos con malevolencia a través de los barrotes

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Thranduil se volvió de inmediato y descubrió a un orco pálido mirándolos con malevolencia a través de los barrotes. No llevaba ninguna luz y no había hecho ningún ruido al acercarse a la celda.

Eldrïel giró el rostro, de forma fútil, sin ver nada y se tensó, inquieta ante la maldad de esa voz.

—Azog —pronunció Thranduil, con odio. Ese ser era el que había esgrimido el horrible látigo, horas antes, con el que le había destrozado el cuerpo, ahora curado.

Eldrïel alzó la cabeza, sorprendida por el furor que destilaba la voz del rey.

—¿Quién es? —inquirió, segura de que no lo había oído nombrar antes.

—Es el hijo de Berazog, el que nos ha apresado. El peor orco que haya podido existir jamás. Aunque creo que su hijo lo superará —explicó, apretando los puños a los lados del cuerpo, dispuesto a la lucha.

—Hey, reyecito. ¿Ya te has recuperado? Es hora de volver a la rueda —sonrió Azog, cruel. Giró la llave y abrió la puerta de hierro.

En ese momento el pasaje se iluminó, al fondo, y pudieron ver a dos orcos aproximarse con una antorcha.

—¡Retroceded! —ordenó el albino.

—Ni de lejos, orco —negó arrogante, Thranduil, erguido en toda su majestad.

Eldrïel agrandó los ojos y a la creciente claridad de la tea que se aproximaba lo observó de reojo, admirada. Hacía escasos segundos había desvelado ante ella la desesperanza con la que soportaba el transcurrir del lento paso del tiempo y ahora volvía a ser el rey arrogante, majestuoso y hermético que conoció hacía ya tres meses.

En esa celda cerrada, con ella encadenada, estaban en clara desventaja. Thranduil había sufrido lo que sin duda fue una tortura que habría roto hasta el espíritu más valiente, pero ahora se erguía desafiante, como si los prisioneros fuesen los orcos y no ellos.

Snaga! —escupió Azog, en la horrible lengua negra.

Thranduil se tensó, encendido, al oír llamarlo «esclavo», pero meneó la cabeza, indolente, y esbozó una sonrisa llena de desprecio que enfureció aún más al orco blanco.

Este ordenó a uno de los orcos que se aproximaban que lo apresara para llevárselo.

—Apártate, Eldrïel. Esto va a ser divertido —declaró el rey, con frialdad. Separó las piernas y flexionó las rodillas mientras levantaba los brazos con las palmas de las manos planas, en una de las posturas de lucha que Eldrïel había enseñado a los silvanos.

Ella obedeció, aunque al verlo adoptar esa posición frunció el ceño, perpleja. El rey no había acudido a ninguna de sus clases, ¿cómo era que conocía esa figura para luchar con las manos?

Pero Azog no iba a darle la oportunidad de averiguarlo. Entró en la celda, tras el otro orco, con una ballesta y la apuntó, directo. Los ojos casi transparentes del orco se clavaron en ella, fijos, penetrantes, escalofriantes y poco a poco se agrandaron con una llama de sorpresa en el fondo del pálido iris celeste.

 Los ojos casi transparentes del orco se clavaron en ella, fijos, penetrantes, escalofriantes y poco a poco se agrandaron con una llama de sorpresa en el fondo del pálido iris celeste

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—Sal de la celda o ella morirá ahora mismo —ordenó a Thranduil, aunque sin dejar de devorar a Eldrïel con esa mirada demente.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora