Regresaré a Imladris

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Eldrïel luchó con denuedo contra el vahído que la dejó estremecida y débil. Ya está, ya lo había dicho: Thranduil se arrepentía de haber estado con ella. Desde el primer momento sospechó que él no sentía nada por ella, pero constatar que se arrepentía de lo que sucedió entre ambos era devastador. Sin saber de dónde sacó fuerzas y respondió.

—Lo entiendo, Majestad, no os preocupéis por mí —aseguró con la cabeza en alto, sin mostrar lo mucho que la destruían sus palabras: «No debió suceder jamás» en ese tono arrepentido, como si lo que compartieron fuera un error garrafal, una equivocación nefasta. Sintió los pedazos de su corazón congelarse en su pecho y una frialdad como nunca había conocido extenderse por sus venas, dejándola aterida. Por fin confirmaba sus peores temores: el rey jamás albergó sentimiento alguno hacia ella, tan solo la pasión de un elfo ardiente.

Thranduil bajó la vista y la observó, atento, al recibir esa rápida contestación. Ella mostraba una expresión serena, no lo miraba, pero no parecía que lo rehuyera. Y se reafirmó en la idea de que para Eldrïel, lo que ocurrió, no significó nada.

Apretó los dientes con saña. Seguramente ella solo pensaba en aquel humano. Un cuchillo de celos destructores atravesó su ser, oscureciendo su alma. Se detuvo y le dio la espalda, en lucha consigo mismo para recuperar el control. ¿Qué demontres le ocurría? ¡No podía ni sobrellevarlo! Tan demoledora era la sensación de ahogo ante la insignificancia que su existencia significaba para ella.

—¿Majestad? —interrogó Eldrïel, desconcertada por el gesto brusco.

Thranduil apretó los puños, revistió su faz con una máscara impávida para cubrir sus facciones y ocultar cualquier emoción. Se volvió y continuó andando.

—¿Qué... vas a hacer ahora? ¿Buscaras al padre del niño o está... está...? —farfulló, intempestivo. Había soltado la cuestión sin pensar, sin ninguna delicadeza, en su afán por averiguar qué haría ella de ahora en adelante. Pero hasta ese momento no había pensado que quizás el humano estuviera muerto. Se interrumpió y la miró, sintiéndose miserable.

Eldrïel lo siguió, sin comprender la insólita actitud del rey

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Eldrïel lo siguió, sin comprender la insólita actitud del rey. La pregunta la había tomado por completo desprevenida. Enrojeció y fijó la mirada en el frente.

—No, él... —contestó, aunque al instante se interrumpió, sin saber cómo continuar. ¡En menudo embrollo se había metido!—. Consiguió huir de Azog, un día. A mí me habían sacado de la mazmorra, donde nos tenía encerrados, para humillarme delante de su horda. Él pudo escapar y regresó a su hogar, con... con su mujer y sus hijos —dijo entrecortada, bajando la vista. ¡Por Eru! ¡Era mezquina!, pensó, culpable.

—¿Qué? ¿Estaba casado? ¿Y te dejó allí?—explotó Thranduil, estupefacto.

—Sí —asintió, el rostro como la grana por estar explicando todo aquello. Meneó la cabeza, sintiéndose infame, pero no veía otra solución—. Entiéndalo, Majestad. Ninguno de los dos sabía si sobreviviría un día más. La soledad y el miedo nos pudieron. Él era un buen hombre, y muy cariñoso, y amable. Me dio ánimos, me... En fin, fue una luz en toda esa oscuridad —declaró, sin atreverse a cruzar la mirada con el rey.

Thranduil no podía creerlo. Había tenido un hijo con un humano que la había abandonado a su suerte, después de follarla y dejarla preñada. Y él ahora tenía que lidiar con unos celos incendiarios por culpa de un cobarde sin entrañas. ¡Maldito fuera por siempre!, maldijo para sus adentros.

—Regresaré a Imladris, ese es mi hogar y espero que sea el de mi hijo —respondió a la primera pregunta del monarca, cabizbaja. No sabía por qué continuaba con la confusión del sexo de su hija, pero algo le impedía confesar que en realidad era una niña al rey. Y por lo visto nadie en el reino tampoco lo había sacado del error.

Él asintió. Era lo que siempre pensó que haría, esa era su casa. No podía esperar que se quedara en el reino del bosque, pensó. La esperanza que en secreto albergaba se diluía como el barro ante una lluvia torrencial.

—El día que quieras marcharte un pelotón de soldados te escoltará. Después de lo ocurrido no podría consentir que anduvieras sola por ahí, y menos con un infante a tu cuidado —arguyó, con las manos en la espalda.

Eldrïel alzó la vista y lo miró.

—Gracias, Majestad, pero no...

—No objetes, Eldrïel —instó con dureza, aunque suavizó el tono al añadir—: Últimamente las cosas andan muy descontroladas, parece que el mal se propaga por doquier como una plaga. Azog sigue vivo y no estaré tranquilo hasta que estés a salvo en Rivendel.

Ella quiso insistir, pero al final encogió los hombros. La verdad es que con I'liel estaría mucho más tranquila con una escolta que los acompañara.

—Está bien, os lo agradezco, mi señor —respondió.

El silencio se instaló entre ellos mientras paseaban por entre los gruesos troncos de hayas y fresnos, alces y abedules. Una paz calma en la que ambos disfrutaban de la compañía del otro, como si robaran segundos al destino. 

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora