Aquí estoy, Azog

438 32 13
                                    


Eldrïel avanzó por una explanada de hierba mortecina y a los pocos segundos se acercó a ella un mozo con un hermoso caballo, blanco y negro. Saltó sobre el lomo, sin ayudarse de los estribos, y se inclinó sobre el poderoso cuello.

—¡Noro lim, noro lim! —rogó, inclinada sobre el cuello del noble equino, al tiempo que cogía las riendas. El animal saltó ante la urgente petición y empezó a correr de inmediato.

Thranduil la observó marchar, dividido, furioso y quebrado.

—Envía un mensajero a los capitanes con la orden de retirada y que esperen mi llegada —ordenó al segundo guarda, frenético. Salió al exterior y siguió con la mirada la estela de polvo que dejaba el paso del galope equino—. Y prepara una partida de los mejores exploradores que tenemos con la orden de seguir a Eldrïel, en completo secreto. Ella los conducirá hasta un niño medio elfo en medio de la horda orca. Deberán rescatarlo sin ningún daño. Es muy importante que nadie se aperciba de su paso, ¿está claro?

—Cristalino, mi señor —respondió el subordinado y partió con presteza a cumplir las nuevas órdenes.

Al poco tiempo un nuevo jinete salía hacia el campo de batalla, a toda velocidad, y segundos después un grupo de cinco elfos dejaba el acantonamiento con el sigilo propio de las sombras incorpóreas.

Thranduil permaneció en su tienda. Revivía la conversación —si se le podía llamar conversación a ese diálogo de besugos—, que había mantenido con Eldrïel, y una sola cosa lo asaeteaba como si millones de dardos se le clavasen en el corazón con la fuerza de una tempestad de celos, ardientes y furiosos: ella tenía un hijo. De otro. Un humano. Dio vueltas, rabioso, dolido como no recordaba haberlo estado nunca ante el rechazo femenino y tan frustrado que tenía ganas de rugirle al viento.

Al cabo de una hora salió raudo de la tienda, otra vez con la armadura y el sable

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Al cabo de una hora salió raudo de la tienda, otra vez con la armadura y el sable. Cunneryn apareció a su lado poco después, montó y partió hacia la dagor con premura.

Eldrïel cabalgó veloz, inclinada hacia delante. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Thranduil había roto su cadena y la había separado de Azog. Suponía que el orco blanco no habría dado la orden de matar a su rehén de inmediato, ya que estaba ocupado con la batalla y además estaba segura de que antes de matarlo querría torturarlo solo por venganza contra ella, por haber huido. Ese maldito ser estaba obsesionado. Llegó en poco tiempo, por la retaguardia elfa. Desmontó antes de alcanzarlos y envió de vuelta al caballo.

—Ve en paz —musitó, acariciándole el cuello.

Rodeó la retaguardia con sigilo, no quería llamar la atención de sus amigos y que quisieran impedirle regresar también. Con cautela avanzó hacia un claro que había entre los dos ejércitos, mientras rogaba que no la ensartara ninguna flecha o que los orcos hicieran caso omiso de las órdenes de Azog y la atacaran por simple diversión. Consiguió rodear las líneas elfas por el flanco este y llegó al grueso del bando orco.

—Mía quién regresá —masculló una mole grande como un árbol. Avanzó hacia ella, enfurecido, pero Eldrïel se irguió, altanera y le hizo frente con las manos desnudas.

—Quiero ver a Azog. ¡Ahora! —exigió, desafiante—. Y no tardes si no quieres que él te ensarte como un cochino.

El orco entrecerró los ojos, la rabia espumeaba en las comisuras de su boca retorcida

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El orco entrecerró los ojos, la rabia espumeaba en las comisuras de su boca retorcida.

—Gun día tu suerte cambará y tonces... —El orco cerró el enorme puño, lento, mientras una sonrisa distendía su rostro en una mueca horrenda.

—Pierdes el tiempo y Azog me espera —refutó, fingiendo indiferencia ante la amenaza, como si se aburriera.

—¡Maíta elfa! —renegó el orco. Cogió el cuerno que colgaba de su cinto y sopló tres veces. Al instante un orco se abrió paso entre la horda llevando un huargo por las riendas, de color pardo e inmensas fauces—. ¡Sube! Te vará con Azog —ordenó.

Entonces desde el otro lado del campo de la encarnizada batalla sonó un cuerno élfico. Tocaba retroceso. Los elfos se replegaron y se batieron en retirada, a pesar de estar ganando y diezmando al enemigo, ante las atónitas miradas orcas.

Eldrïel no perdió el tiempo, subió sobre el lomo del huargo, agarrándose a la áspera y dura pelambrera maloliente. La bestia gruñó e intentó quitársela de encima, pero un latigazo del orco que lo había traído lo hizo someterse y partir con docilidad.

Los orcos contemplaron atónitos la retirada elfa y al poco estallaron en vítores.

—Se tiran, ¡bardes! Miadlos, huyen!

Los gritos de júbilo, desprecio y mofa de los orcos se sucedieron al tiempo que los elfos se retiraban y formaban unos kilómetros más lejos, en espera, para no dejar avanzar a los orcos.

—Informá a Azog, l'elfos se ritran, pero tajan el camino —ordenó el cabecilla que había hablado con Eldrïel, a uno de los que lo rodeaban. Este partió al instante.

En cuanto Eldrïel llegó a la retaguardia del ejército, a unos dos kilómetros del campo de batalla, desmontó de un salto, se alejó con rapidez del violento e irascible huargo y se dirigió directa hacia Azog, con la cabeza en alto. Como si fuera una reina ante sus súbditos y no la prisionera de una subespecie creada con la sangre pervertida de elfos asesinados. A lomos del huargo, gracias a la altura que le permitía ver por sobre las cabezas de los orcos, había localizado la pequeña tienda, apartada del estruendo de la batalla, junto a unos arbustos que se alzaban raquíticos. Tragó saliva, el corazón le latía desaforado y el terror le constreñía el alma.

Azog se volvió en ese momento y la vio venir hacia él. La cara blanquecina resplandeció, llena de satisfecha jactancia y vanagloria. A su lado una orco de tez grisácea que miraba a su líder en ese momento, vio aquella expresión y se giró hacia dónde miraba para saber qué era lo que lo contentaba tanto. Al descubrir a la elfa achicó los pequeños ojos negros, llenos de un peligroso fuego de odio y celos, aunque al instante se reprimió y lo escondió a los ojos de cualquiera, pero sobre todo del orco pálido.

—Miradla, vuelve conmigo. El elfo se la llevó, pero ella regresa a mí —proclamó en voz alta para que todos los que lo rodeaban lo oyeran.

Eldrïel reprimió un gruñido de rabia, al tiempo que se clavaba las uñas en las palmas para evitar saltar a la yugular de ese ser infecto. Continuó andando, altiva, hasta detenerse a unos pasos del orco que la había secuestrado durante veinte insufribles, largos y horribles meses.

—Aquí estoy, Azog —pronunció también en voz alta, para reforzar su autoridad.

Él esbozó una sonrisa terrorífica y asintió.

—Ven, mira como derrotamos a los elfos —dijo, petulante. Alargó la mano, codicioso, hacia ella.

Eldrïel dudó un segundo antes de depositar la suya sobre el guante que él llevaba. Un escalofrío la recorrió cuando él cerró los dedos sobre ella, pero se obligó a ignorarlo, con la cabeza erguida. Lo miró y habló solo para él.

—Quiero verlo.



Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora