¡Debes permanecer a salvo!

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Eldrïel no podía apartar la mirada de esos ojos que la taladraban, estremecida de pavor, pero al oír la orden que le daba a Thranduil comprendió que querían volver a dañarlo y se lanzó hacia delante, intentando proteger al rey.

—¡No! —chilló, interponiéndose delante—. ¡Llevadme a mí! —exigió, el miedo surcando veloz sus venas, incapaz de permanecer a un lado mientras se lo llevaban.

—¡Eldrïel! —gritó Thranduil, atónito ante la valerosa reacción. Ella estaba dispuesta a tomar su lugar, sin pensar en sí misma. ¿Cómo era posible? Abrumado ante tamaña audacia de alguien a quien había menospreciado y humillado al principio, y a quien acababa de rechazar, clavó la mirada en ella, conmovido. La tomó de los hombros con suavidad, ella dio un respingo al notar el contacto, y la hizo recular, con firmeza, hasta situarla tras él—. Quédate aquí —ordenó, fiero.

—Pero... ellos os... lastimarán... —balbució en un susurro, aterrada. ¡No podía consentirlo, no podía soportarlo! Los fríos dedos del terror reptaban por su espalda al recordar las espeluznantes heridas que le habían infringido. El rostro angustiado alzado hacia él, prendida la mirada a esos prodigiosos ojos grises que ahora podía contemplar en todo su esplendor y que la miraban llenos de extrañeza y  un asomo de admiración que él no conseguía ocultar.

Thranduil le cogió la barbilla, muy dulce, al tiempo que la miraba, fijo, a los ojos ya sin esa frialdad que usaba para alejarla, con una llama cálida en el fondo. Solo había visto esa clase de valor una vez en la vida y después de presenciarlo su alma se cubrió de hielo. No estaba dispuesto a repetirlo, si en su mano estaba salvarla con su vida o con su muerte.

—No me pasará nada, en peores batallas he combatido. ¡Debes permanecer a salvo! Solo así estaré tranquilo, ¿de acuerdo? —instó con un elocuente alzamiento de las gruesas cejas negras.

Eldrïel tragó saliva, amedrentada por lo él que iba a sufrir. Intentó negar con la cabeza, pero los dedos de Thranduil, tiernos sobre ella, no se lo permitieron. Los ojos se le llenaron de lágrimas y gimió cuando estas le impidieron contemplar con nitidez el rostro del rey, tan cerca del suyo, con esa expresión tan llena de ternura que el corazón se le abrió por completo para colmarse con su amada presencia.

—¡Fuera! ¡Ya! —bramó Azog, harto de tanta palabrería. Movió la cabeza para que los orcos cogieran a Thranduil y lo arrastraran afuera.

—¡No! —chilló Eldrïel cuando estos apresaron al rey y lo empujaron hacia la salida con bestialidad. Se lanzó hacia él, con el rostro desencajado, para intentar cogerlo de las manos, pero solo arañó el aire: él ya estaba fuera de su alcance—. ¡Thranduil! —clamó, agónica.

Él no dejó de mirarla mientras se lo llevaban, intentando grabarse su rostro en la retina. En ese instante comprendió que estaba dispuesto a morir con tal de que ella viviera y estuviera a salvo, y su alma se llenó de paz, perdida hacía tanto tiempo.

—Mantente a salvo. Nai Eru varyuva le, beth Elenezel *—pronunció en quenya, con fervor.

—No, no, no... —repitió Eldrïel, forcejeando con las cadenas que la aprisionaban de tal forma que empezó a rasgarse la piel de los antebrazos, sin dejar de mirar a Thranduil y la sonrisa que esbozaba, como si estuviera feliz y no a punto de ser torturado, quién sabía si hasta la muerte. Siguió forcejeando hasta que ya no pudo distinguir sus rasgos—. ¡Thranduil! —sollozó, cuando los orcos doblaron el recodo del pasadizo, allá a lo lejos, y lo perdió de vista—. ¡No! —bramó, trastornada. Temblorosa se abrazó a sí misma, el pavor por lo que le pudiera pasar rasgaba su ser con afiladas hojas de terror caliente. Solo entonces reparó en que el orco blanco no se había movido y permanecía de pie al otro lado de la celda, mirándola con fijeza espeluznante. Lenta, giró el rostro hacia él y al ver esos ojos de nuevo, se estremeció y reculó, involuntaria, un paso.

Azog distendió la boca en algo que debía ser una sonrisa, pero tan cruel y malévola que no se le podía llamar tal

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Azog distendió la boca en algo que debía ser una sonrisa, pero tan cruel y malévola que no se le podía llamar tal. Avanzó hacia ella despacio, con la ballesta todavía en la mano y se aproximó hasta que estuvo a solo unos centímetros del rostro de Eldrïel. Era de su misma estatura y podía mirarla a los ojos, a la misma altura.

—Tú serás para mí —sentenció con un tono lujurioso que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.

El corazón de Eldrïel casi se detuvo al oírlo. Tragó saliva, amedrentada, pero se negó a demostrar debilidad. Irguió la cabeza y adelantó la barbilla.

—No podréis doblegarnos —replicó, altiva.

Los ojos pálidos se agrandaron, la sorpresa bailaba en el fondo de las pequeñas pupilas negras. Poco a poco se llenaron de insano regocijo. El llamado Azog distendió la fina línea que tenía por boca y un sonido espeluznante empezó a oírse en la celda.

Un escalofrío recorrió la espalda de Eldrïel al oírlo y al fin comprendió que ese sonido escalofriante eran carcajadas. Una risa cruel, carente de toda alegría.

—Ahora te estarás quietecita, voy a abrir las argollas —indicó, en perfecta lengua común.

Eldrïel recordó la pésima pronunciación de los orcos que habían traído a Thranduil, inconsciente, y no pudo comprender la diferencia que había con este, aunque se guardó mucho de expresar su desconcierto. Alargó las muñecas, mostrándose dócil, pero preparándose para luchar y acabar con la vida de ese horrible ser, para luego correr en pos de Thranduil y salvarlo.

Pero Azog torció la cabeza y la observó, artero. Al fin meneó la testa y negó. Se aproximó más a ella hasta obligarla a retroceder y la acorraló contra la pared.

El corazón de Eldrïel se disparó, el fétido aliento muy cerca de su rostro. Giró la cara en un intento de huir de ese abominable hedor, pero Azog le rodeó el cuello con una enorme mano y apretó con devastadora fuerza. Le agarró el antebrazo con las dos manos, pero no pudo abarcarlo tan grueso era. Clavó las uñas hasta abrir la carne, trastornada, mientras sentía que se le escapaba la vida, que el aire le faltaba, que la tráquea estaba a punto de rompérsele. El ahogo le nubló la vista. Empezó a patalear en un intento de acertar las partes del orco, pero la inconsciencia la asediaba veloz, oscura, imparable. Su último pensamiento fue para Thranduil: «Por favor, protegedlo, salvadlo, no permitáis que mi amado. muera», rogó a los Valar, antes de perder el sentido. La oscuridad se abatió sobre ella. No percibió que era liberada de las cadenas, ni que el pálido orco la aupaba, doblada por la cintura, sobre su hombro y la transportaba cabeza abajo hacia la superficie, donde la subió a lomos de un huargo blanco y la llevó lejos, muy lejos de allí.


*Que Eru te guarde, mi Estrella Verde.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora