Dime por qué

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Eldrïel tragó saliva, conmocionada. No sería fácil desvelar la verdadera razón de su ansiedad ante el elfo que había amado más que a su propia vida hasta que... ¡No! No podía contarle toda la verdad. Meneó la cabeza y retiró la vista, incapaz de afrontar la mirada acusatoria del rey. Sus ojos tropezaron en el sable élfico que había sobre la mesa e instintivamente se acercó.

—Solo dejadme ir, Majestad. Mi destino no depende de vos, es mi decisión —declaró, suplicante. Un paso más cerca de él y a la vez de la mesa.

Thranduil negó.

—No pienso dejarte ir. ¿Estás loca? —exclamó, furibundo. No pensaba entregarla otra vez a manos de ese inmundo orco. ¡Ni pensarlo! Antes se cortaría las venas. Se giró y se alejó de ella unos pasos, el ánimo tan alterado como si mantuviera una lucha por su propia vida—. No entiendo qué te ocurre, pero...

—¡Dejadme ir de inmediato, Majestad! —exigió Eldrïel, sable en mano, determinada a lo que fuera necesario. El tiempo escapaba como un reloj de arena quebrado que perdiera granos irremediablemente y su corazón moría a cada segundo.

Thranduil se giró al oír el tono implacable. Atónito, descubrió el sable apuntándolo al corazón. Levantó la mirada, despacio, hacia el rostro femenino, la faz cubierta de severa gravedad.

 Levantó la mirada, despacio, hacia el rostro femenino, la faz cubierta de severa gravedad

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—¿Vas a matarme? —interrogó, estupefacto—. ¿Por regresar con él?

Irguió la testa con poderío, revestido otra vez de majestad. Avanzó hasta tocar la punta del sable con el pecho y abrió los brazos.

Los guardas de la entrada, alarmados, penetraron en la tienda dispuestos a defender a su rey, pero él movió la mano con un ademán perentorio y se detuvieron, aunque decididos a intervenir a pesar de la orden real.

—Pues ya puedes hacerlo, Elenezel, porque no voy a dejarte ir nunca —afirmó, la vista clavada en el iris del color de la más preciada gema verde.

Eldrïel agrandó los ojos, abrumada, ante el inapelable veredicto del rey. Apretó el mango del sable con fuerza, hipnotizada por esa mirada de estrella.

—Lo haré, Majestad—amenazó, jadeante—. Haré lo que sea... ¡Lo que sea por volver!

El rey no dijo nada, solo abrió más los brazos, sin retirar la vista, inapelable, inamovible. Si ella estaba dispuesta a matarlo por regresar con los orcos, entonces su vida carecía por completo de sentido y no merecía ser vivida. Más le valía acabar con todo de una vez antes que verla regresar con Azog. Con el corazón y el alma consumidos por una agonía insoportable, esperó el aguijonazo final, determinado también a lo que fuera.

Los ojos de Eldrïel se llenaron de lágrimas, la mano con la que sostenía el arma tremoló y despacio abatió el sable, sobrecogida. Jamás podría dañarlo. Antes se dañaría a sí misma; había sido una idea desesperada amenazarlo. Soltó la hoja que cayó sobre la alfombra y Thranduil despidió a los guardias con un gesto de los largos dedos. Los soldados regresaron a su puesto en la entrada, pero sin perder de vista a Eldrïel.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora