No me debéis nada, mi Señor

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Eldrïel notó la agonía en su voz, la súbita tensión en su cuerpo. Preocupada por lo que fuera que lo atormentaba, acercó los labios a su frente y lo besó, un beso lleno de dulzura.

—No tenéis que contarme nada, no me debéis nada, mi Señor —intentó tranquilizarlo, acariciando su rostro con delicadeza.

Thranduil sintió el escozor de las lágrimas reptar hacia sus ojos, pero se negó a dejarlas salir. No había nada que pudiera redimir su falta, y aunque en brazos de Eldrïel había experimentado otra vez la felicidad pura, la alegría infinita de estar en casa, sabía que no tenía ningún derecho a ser feliz, a olvidar. Nunca hablaba de lo que pasó. Con nadie. Ni siquiera con su hijo Legolas, lo mantenía escondido dentro de sí como un tesoro, pero la dulce mirada de Eldrïel era tan cálida, tan sentida, que las palabras salieron solas.

—Se llamaba Elthenereth, la siempre alegre, porque cuando vino al mundo no lloró, como todos los recién nacidos, sino que rio —reveló, la voz ahogada de emoción, la mente llena de recuerdos pasados.

Eldrïel, contuvo el aliento. Comprendió al instante que él le hablaba de su esposa, fallecida tanto tiempo atrás. Sabía que nunca, jamás, hablaba de ella por las conversaciones que había mantenido con los silvanos acerca de él y de su vida. El rey nunca desveló a nadie lo que había pasado cuando regresó herido de gravedad, con su hijo en brazos, solo, sin la escolta personal que siempre se llevaba cuando iba de viaje y sin rastro de la reina. Impactada porque Thranduil compartiera algo tan íntimo y doloroso con ella, se acercó más, ofrendándole su fuerza, y escuchó, mientras una honda emoción por el desconsolado dolor que percibía en cada palabra que él pronunciaba crecía en su pecho

—Era una sindar, una doncella de la reina Melian, tan hermosa como el Silmaril que Beren arrebató de la corona de Morgoth. Tenía largos cabellos, dorados como un rayo de sol. Le encantaba bailar bajo el cielo y reír sin parar —explicó con la voz rota, tan honda era la añoranza al recordar a la elfa que le robó el corazón cuando solo era uno más en la corte de Elu Thingol.

Eldrïel permanecía muy quieta, conmocionada por la pena que la asediaba ante el profundo sufrimiento del rey

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Eldrïel permanecía muy quieta, conmocionada por la pena que la asediaba ante el profundo sufrimiento del rey. Gruesas y pesadas lágrimas surcaban sus facciones, sin que hiciera nada por retirarlas, tan pendiente estaba de él que quería ofrecerle todo su consuelo.

—No sé por qué me eligió a mí entre tantos como la pretendíamos, pero lo hizo y me convirtió en el elfo más afortunado sobre la faz de la tierra. Tuvimos un hermoso hijo de cabellos tan dorados como los suyos. Me colmó de felicidad, de alegría. Cada día, cada hora pasada a su lado. Su rostro siempre sonreía, alegre. Era generosa hasta la exageración. Se preocupaba por su gente y los cuidaba con amor —desgranaba lo vivido en una cadencia llena de reverencia, la mirada perdida en otro tiempo. Parecía como si estuviera reviviendo los recuerdos, como si su mente hubiera viajado hacia atrás y volviera a contemplarla. Pero su expresión se ensombreció y sus entrañas se retorcieron en padecimiento ante el horrendo recuerdo que lo golpeó lacerante, hiriente. Sin darse cuenta estrujó las cadenas que mantenían encadenada a Eldrïel y los eslabones chirriaron unos contra otros por la fuerza que el rey aplicaba sobre estos.

—¿Mi Señor? —inquirió ella, asustada por el inesperado sonido en el silencio denso. Pero Thranduil no la oyó, tan inmerso estaba en sus recuerdos.

—Era un viaje de placer, Elthenereth quería ver las Ered Mithrin, nunca había viajado por esa región. Le gustaban mucho las montañas y creyó que al pequeño de solo cinco estaciones le vendría bien salir del reino y contemplar los grandes espacios a cielo abierto. No puse objeción. No podía negarle nada —confesó, la culpa corroía cada respiración. El rey fruncía el ceño y retorcía el hierro entre sus manos como si fuese capaz de romperlo. El suplicio que lo asediaba era evidente para Eldrïel aunque no pudiera ver su faz crispada. Ahuecó sus palmas en torno al rostro masculino, tierna y solícita.

—Por favor, Thranduil, no te tortures así —murmuró, desgarrada, impotente al no poder aliviarlo.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora