Debo hablaros sobre...

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—¿De verdad? —musitó Eldrïel, la voz ahogada por la esperanza. Sin girar el cuerpo, volteó los ojos hacia el perfil masculino, muy cerca de su propio rostro. No es que dudara de la palabra del rey, pero era tal su ansia por saber, por confirmar que su pequeño tesoro estaba salvaguardado por fin, que necesitaba con desesperación que él se lo confirmara.

La piel de Thranduil absorbió el temblor de Eldrïel. Un escalofrío recorrió el espinazo del rey al recordar con nitidez el calor de su cuerpo desnudo, los sensuales gemidos que ella emitía cuando estaba excitada, la extrema suavidad de su piel o el maravilloso sabor de su boca. ¡Demontres!, renegó para sí al comprobar que su cuerpo reaccionaba contundente, que el deseo seguía allí, agazapado, a punto de asaltarlo. ¿Qué tenía esa elfa para alterarlo de ese modo? Había pasado un infierno en su búsqueda y ahora, al sentirla, volvía a desearla, ardiente, tórrido. Aflojó el agarre, separó los brazos y la soltó. Se alejó de ella todo lo que se podía permitir, montado a su lado sobre el astado.

—De verdad. Él está a salvo, Eldrïel. Como tú —afirmó, en lucha por controlar su voz y hablar en un tono neutro que no evidenciara el deseo que lo traspasaba. ¡Por Eru! No podía volver a caer en las redes del ansia sexual que ella le avivaba.

Eldrïel se volteó ahora y lo miró, los ojos inundados de emoción.

—Gracias, Majestad. Tenéis mi eterna gratitud, estoy en deuda con vos. Pedidme lo que queráis y os lo concederé —aseguró, ferviente, dispuesta a hacer cualquier cosa ante el agradecimiento que sentía por haber sido liberada. ¡Había deseado tantas, tantísimas veces poder escapar del yugo con el que Azog la mantenía esclavizada! Este vigilaba a su hijita con el máximo celo, jamás la dejaba sola. Eldrïel nunca se iría sin ella y Azog lo sabía, por eso la dejaba vagar libre por el campamento —cuando no la ataba con la cadena solo por el placer de hacerlo—, porque sabía que no abandonaría a su tesoro. Comprendió que le debía una urgente explicación a Thranduil ahora que ya estaban a salvo, el rubor cubrió su rostro y tragó el nudo de esperanza, temor y alegría que se le formaba en la garganta. Era el momento de revelar ciertas cosas y no sabía cómo reaccionaría el rey—. Majestad, yo debo... Debo hablaros sobre... —comenzó, pero no pudo continuar.

Thranduil se estremeció al oírla decir que podía pedirle lo que quisiera. «Quédate conmigo para siempre», cruzó raudo el pensamiento por su mente antes de que pudiera darse cuenta de que se formaba en su ser. Inspiró una honda bocanada de aire, con fuerza, cuando comprendió que la necesidad que sentía de ella era muy poderosa, tanto que podía llegar a controlarlo. Meneó la cabeza, enojado consigo mismo. Jamás podría ofrecerle nada más que noches de sexo y lujuria, sin ningún otro compromiso y ella merecía alguien que también la amara, tanto como él amaba a Elthenereth. Además Eldrïel... Había estado con otro, había tenido un hijo con él. Puede que se hubiera enamorado y quisiera reunirse con ese humano, si es que todavía vivía. Y ahora ya no querría volver a estar con él: un rey torturado por la pérdida de su esposa.

La interrumpió, sin prestar atención a las últimas palabras de la elfa.

—No tienes que agradecerme nada —afirmó, brusco, áspero—. Quería vengarme de Azog por lo que me hizo en aquella rueda, y no iba a dejarte a su merced —declaró, frío y distante, como si el desagravio hubiera sido su motivación y no el rescate.

Eldrïel se tensó, cerró la boca, reteniendo las palabras que se le atascaban en la garganta, y volvió la vista al frente, muy tiesa sobre la montura.

Se divisaban, a lo lejos, las tiendas del próximo campamento élfico.

—Ah —murmuró. Ante la confesión masculina una desoladora tristeza la embargó, y arrasó, destructora, las débiles esperanzas que albergaba porque el rey correspondiera a lo que ella sentía por él, y que nunca la habían abandonado. ¡Pobre avari ilusa!, se reprochó por atesorar la estúpida idea de que él había removido cielo y tierra para rescatarla, cuando en realidad solo quería cobrarse represalia contra el orco pálido.

Durante esos meses de cautiverio solo tuvo un pensamiento: que Thranduil estuviera sano y salvo. El amor que le profesaba no había menguado ni un ápice, pero cuando nació su hija, la preocupación por el bienestar de la pequeña absorbió todo el tiempo y energía del que disponía, todo se eclipsó a su alrededor.

Y ahora se daba de bruces con la devastadora realidad: él era el monarca del reino del bosque y ella era una simple avari, madre de una niña. Era el momento de dejar de pensar en romances imposibles y poner los pies en la tierra. Ellas no tenían cabida en la vida de Thranduil y menos ahora que todos debían pensar que había estado en concupiscencia con Azog, pensó al recordar las sospechas del rey cuando le reveló que tenía un hijo.

—No tienes que preocuparte por nada, ya pasó todo —aseveró Thranduil, deteniendo a Cunneryn, ya en el campamento. Desmontó con un ágil salto y alargó los brazos para ayudar a Eldrïel a descender. Ella apoyó las palmas sobre los anchos hombros, todavía temblorosa, impactada. El rey la izó y la bajó con lentitud, sin dejar de mirarla a los ojos. Se perdió en el intenso verdor del iris y sin darse cuenta la acercó hacia sí, hasta que sus rostros estuvieron muy juntos. El temblor femenino se acentuó tanto que al fin reaccionó, depositándola en el suelo, perturbado por el subyugante deseo de sentirla que lo arrollaba, perdido el control sin remedio cuando la tenía tan cerca que podía sumergirse en esas lagunas color esmeralda. Se alejó unos pasos, se revistió con la frialdad que lo salvaguardaba, y se volvió hacia el paje que esperaba.

—¿Está lista la tienda?

—Sí, mi señor. Todo está ya dispuesto. El niño aguarda allí, custodiado por uno de los que lo rescataron —informó, diligente.

Thranduil asintió.

—Llévala con él —ordenó.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora