Recital a Elentári

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Eldrïel meneó la cabeza con una punzada de vergüenza ante el recuerdo que siempre le provocaba su primer, único y desastroso encuentro con el rey de Mirkwood, mientras entraba en sus estancias privadas y dejaba el paño sobre el tocador. Para su enorme alivio no había vuelto a ser convocada ni a cruzarse con Thranduil, a lo largo y ancho de las estancias comunes o los pasillos, desde entonces. 

El soberano siempre rondaba sus pensamientos de alguna u otra forma, intenso, hermético. Su poderosa presencia eclipsaba cualquier cosa a su alrededor cuando se adueñaba de su mente. Había intentado olvidarlo, aunque la esperanza fue vana. Si acaso se fortaleció el vínculo que sentía hacia él.

Y sabía que estaba tan fuera de su alcance como las mismas estrellas.

Eldrïel era sociable por naturaleza y pronto trabó gran amistad con los silvanos. Y por el conocimiento ancestral transmitido a través de los cantos y las historias que siempre se contaban en la sala común, alrededor del fuego, fue conociendo la leyenda de ese gran rey y de cómo había perdido a su esposa en el Monte Gundabad —algo que permanecía rodeado de misterio ya que después de un viaje que la familia real hizo a las Montañas Grises al final de la Segunda Edad, con una guardia de honor, el príncipe Thranduil regresó solo, con su hijo pequeño en brazos, ambos cubiertos de arañazos, golpes y heridas leves, pero vivos y él jamás volvió a mencionar el nombre de su esposa ni a hablar nunca sobre lo que pasó con nadie, ni siquiera con su padre Oropher—. A lo largo de los meses Eldrïel pudo comprobar que los silvanos respetaban con férrea lealtad a su rey, que lo estimaban de veras y adoraban el celo con el que este los protegía y cuidaba. Si un elfo se ganaba así el fervor de sus súbditos, debía ser alguien extraordinario, pensaba, cada día más intrigada por un monarca que exhibía una gélida indiferencia.

Se desnudó de las ropas que usaba para los entrenamientos, compuestas por unos pantalones y un jubón ceñido de color morado, y escanció agua de una delicada ánfora de plata en la jofaina, para asearse. Esa noche había programado un recital de poemas en la gran plataforma abierta al cielo en los niveles superiores de las cavernas, en honor a Elentári y no quería perdérselo.

Cuando acabó, se pasó unas gotas de esencia de madreselva por detrás de las orejas y se vistió con el precioso vestido con el que la Dama Arwen la había obsequiado antes de partir de Rivendel. Era de terciopelo negro, con el escote redondo ribeteado con un exquisito bordado de flores, las mangas largas de un color más claro y acampanadas en las muñecas con los puños también bordados. Salió de su habitación con una sonrisa del agradecimiento que siempre la inundaba cuando se ponía ese vestido y recordaba a la Estrella de la Tarde, y a medida que ascendía ya podía escuchar los cantos y las risas que había en lo alto. Se iba cruzando con varios grupos de elfos que también ascendían y todos la saludaban con cordialidad.

—¡Buen entrenamiento hoy, Eldrïel! —alabó Gilerion, una elfa de la guardia del reino al verla.

—¡Oh, gracias! —agradeció el comentario, henchida de orgullo. Que alguien de la guardia, una soldado entrenada en las mejores artes de la lucha, alabara su labor la emocionaba hasta hacerle aletear el corazón de puro júbilo.

—Tauriel te ha guardado un sitio cerca del atrio —informó Hanofel, un elfo muy apuesto de larga cabellera rojiza, también de la guardia, al tiempo que le echaba una mirada admirativa.

Se unió a ellos y subieron con lentitud todos los pasajes en ascensión por las diferentes grutas hasta llegar a la terraza que se abría a cielo abierto sobre la colina, a buen resguardo de cualquier mirada aviesa. La entrada estaba protegida con las artes elfas de ocultamiento que también obraban en la entrada principal, para que ningún viajero topara con ellas, y selladas para que nadie que no estuviera autorizado pudiera traspasarlas.

La bóveda celeste se abría por encima de ellos como un manto de aterciopelada oscuridad plagada de titilantes estrellas.

Eldrïel se detuvo unos segundos a contemplarla, conmovida. Adoraba con cada átomo de su ser la esplendente luz de las estrellas. Se llevó la mano al corazón y agradeció a Varda, una vez más, sus dones. Al fin apartó la mirada, brillante de luz, vio a Tauriel hacerle señas para que se uniera a su grupo y avanzó entre la gente sentada aquí y allá sobre el mullido césped que cubría toda la terraza, hasta llegar cerca del atrio en el lado más al norte.

—Ven, siéntate aquí, es la mejor vista —indicó Hanofel, palmeando el suelo a su lado, con una sonrisa de invitación casi irresistible.

—Ni hablar, Hanofel. Si Eldrïel se sienta a tu lado estarás toda la noche hablándole de tus hazañas para impresionarla y yo quiero oír las baladas del gran declamador Tirren. Ha venido especialmente desde Lothlórien y no quiero perderme ni una coma, así que: ¡olvídalo! —protestó Gilerion. Hanofel elevó ambas cejas y apretó los labios en una fina línea, lanzándole una mirada torva a su compañera, pero esta le sacó la lengua, divertida, y palmeó el sitio a su lado—. Mejor ven aquí, Eldrïel.

Eldrïel sonrió hacia Hanofel, como una disculpa, y se acercó a Gilerion para sentarse a su lado.

El césped estaba abarrotado, nadie quería perderse una oportunidad de oír las grandes líricas de un Noldor que había conocido la edad de los árboles de los Valar y que había seguido a los suyos a través del Helcaracsë en pos del asesino Melkor.

Eldrïel paseó la mirada entre la muchedumbre y entonces su respiración se alteró. Allí, a unos pocos metros del atrio se hallaba Thranduil en persona, alto y bello como una montaña inexpugnable. Vestía una sencilla túnica larga, de color plata, sin otro ornamento que los anillos que llevaba en ambas manos. Permanecía de pie, relajado y sonriente, mientras conversaba con un grupo de elfos entre los que se hallaba su hijo Legolas.

Eldrïel frunció el ceño, extrañada por la fascinación que él ejercía sobre ella, sin saberlo. ¿A qué se debía? Siguió contemplándolo atraída por la sonrisa que Thranduil mostraba, tan espontánea y auténtica. 


Thranduil con una muy estudiada indiferencia había seguido la llegada de la elfa morena, sin demostrar la atracción que lo sacudió como una brisa fresca que agitara el perfume de las flores nocturnas y lo transportara hasta él, mientras hablaba con Legolas y sus amigos. 

No podía comprender la razón por la que Eldrïel era diferente a las demás. Era solo una avari, una errante sin hogar. No podía ni compararse a «Ella», pero... 

No podía quitársela de la cabeza. 

Durante esos meses la había estado observando de lejos, oyendo los informes que su guardia le hacía sobre los entrenamientos, muy efectivos, que ella impartía a sus tropas, escuchando lo bien que hablaba Legolas sobre el carácter femenino: afable y determinado. Y a cada nuevo comentario que recibía sobre la entrenadora, más crecía su interés. 

Para desviar su propia atención, puesta por completo en ella aunque no lo pareciera, y borrarla de su mente, se concentró en el relato que hacía su hijo sobre cómo habían emboscado a unos arácnidos esa tarde, después de averiguar que habían invadido mucho terreno nuevo hacia el norte, y los habían lanzado río abajo, a los rápidos en los que desaparecieron, con los compañeros. Sonrió al oír la descripción que hizo Legolas, componiendo muecas, y su espíritu se relajó como solo lo hacía cuando estaba con su heredero. La existencia del príncipe le otorgaba la paz que no hallaba en ningún otro lugar ni con nadie más, porque él representaba la mayor alegría que había experimentado jamás cuando nació y porque era una parte de «Ella».
 


Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora