¿Cuánto tiempo crees que estuviste...?

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—¿Quieres pasear conmigo una última vez? —invitó Thranduil con un ademán de la mano, y un esbozo de sonrisa en un rostro por lo demás muy serio y grave.

La voz no salió de la garganta de ella y asintió. Se levantó y lo acompañó. Pasearon en silencio, cada cual perdido en sus pensamientos.

Pero al final el rey abordó el tema que lo había preocupado desde que la liberó:

—Eldrïel, hay algo que siempre he querido preguntarte, pero nunca encontraba la ocasión ya que no quería importunarte.

—Decid, con sumo gusto os contestaré, si está en mi mano —respondió. Nada de lo que le preguntara él la entristecería más que tener que alejarse de su lado.

—¿Cómo es que...? —Él se interrumpió, irguió la cabeza y miró hacia arriba. Realmente no quería que sufriera recordando algo que con seguridad le repugnaba, pero necesitaba saberlo. Debía quitarse esa última espina antes de alejarse de ella—. Es sobre Azog —reveló mientras ladeaba el rostro y la miraba, con pesar—. Si te disgusta, no iré más allá.

Eldrïel se tensó un segundo al oír el aborrecido nombre de su captor, pero después encogió los hombros. En el último mes había conseguido relegarlo cada vez más al olvido y los recuerdos ya no la atormentaban tanto.

—¿Qué queréis saber? —inquirió, mirándolo de frente.

—¿Estás segura? —preguntó Thranduil, en parte arrepentido de haber sacado el tema.

—Segura —afirmó, convencida. Entonces le vino una inspiración, comprendió los recelos del rey con el tema y continuó, antes de que él dijera nada—: Queréis saber cómo es que Azog no me mató, ni mató a mi bebé. Por qué me mantuvo prisionera y jamás me hizo daño alguno, siendo uno de los orcos más crueles que se ha visto sobre la faz de la Tierra Media, ¿verdad?

Thranduil fijó la mirada en el iris verde durante largos segundos, no contestó y al fin asintió. Era algo que no conseguía comprender, por muchas vueltas que le diera. Ella debería estar muerta, y más aún su bebé. Jamás en toda su existencia había oído que los orcos perdonaran la vida a elfos o a humanos, iba contra su misma naturaleza.

Eldrïel asintió, comprendía la inquietud del rey. Había visto el asombro que su vuelta, después de tantísimo tiempo, producía en sus amigos, aunque hasta la fecha nadie le había preguntado. No le apetecía mucho tener que revelar los motivos del orco ni lo que ella tuvo que asumir para sobrevivir, pero si lo sacaba del pozo donde lo había sepultado quizá se convertiría en humo que se llevaría el viento.

—Azog se obsesionó conmigo en aquella celda —comenzó, en voz baja.

Thranduil y ella recorrían el suelo lleno de hojarasca con lentitud, en medio de la paz y la quietud que reinaba en ese lugar mágico, entre esos árboles ancestrales.

A medida que hablaba Eldrïel cobraba más confianza. Junto al elfo que la rescató no podía ocurrirle nada malo, los miedos a su lado no podían hacerse reales.

—Me dijo que me quitaría las cadenas y yo me preparé para luchar, pero él debió intuirlo, pues negó y me rodeó el cuello con una enorme mano. Creí que me moría, pero solo me dejó inconsciente. Y me llevó con él.

Thranduil la escuchaba tenso; fríos dedos de culpa lo corroían. Debería haberlo evitado, se reprochó una vez más.

Eldrïel prosiguió, inmersa en los terroríficos recuerdos:

—No recuerdo nada del viaje, solo sé que amanecí en un lugar inhóspito, un frío glacial moraba en ese lugar como una sombra oscura que cubriera todo lo verde y bueno que hay en la tierra. Azog me tenía a sus pies, encadenada. Oía las voces en la horrenda lengua negra de los orcos a mi alrededor, entendía algunas cosas, aunque hubiera preferido no hacerlo. Hablaban de comérseme, de ensartarme en un hierro y tumbarme sobre el fuego. —Un escalofrío la recorrió y se abrazó a sí misma, en aquel momento pensó que realmente se la iban a comer—. Por fortuna, si se le puede llamar fortuna a eso, Azog tenía otros planes para mí. En su círculo más cercano había una orco de aspecto terrible, la vi mirarme muchas veces con odio. La llamaban «la bruja» porque según parecía tenía ciertos dones de premonición y Azog aceptaba su palabra como ley. —Eldrïel se interrumpió y permaneció unos segundos en silencio, con el rostro repentinamente ruborizado. Luego continuó—: Al poco tiempo me encerraron en la celda con...

—¡No! —interrumpió entonces el rey, tajante.

Eldrïel calló, confundida, y se giró a mirarlo, desconcertada.

—Si no te importa, prefiero que no digas su nombre —pidió Thranduil, suavizando su exabrupto. No soportaba que ella lo nombrara, que el nombre de aquel humano estuviera entre sus labios. ¡Era increíble! Era una sombra que siempre permanecía entre ellos, como un abismo que se abriera a sus pies y que cada vez se hiciera más amplio por la existencia de él y de su hijo.

Ella asintió. El rubor se acentuó otra vez sobre sus pálidas mejillas por tener que seguir disfrazando la verdad y bajó la mirada al suelo.

—No sé cuánto tiempo estuvimos encerrados. Mucho a mi entender. Creo que fue porque Azog se marchó y solo dejaron una pequeña dotación para que nos diera de comer y nos vigilara —explicó. Alzó los ojos para mirar al rey y enseguida retiró la vista, inquieta. El iris esplendente se clavaba en ella, con fijeza, como si él quisiera desentrañar un misterio y se diera de bruces contra un muro.

 El iris esplendente se clavaba en ella, con fijeza, como si él quisiera desentrañar un misterio y se diera de bruces contra un muro

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 —¿Cuánto tiempo crees que estuviste...? —Thranduil no terminó la frase, no pudo y se interrumpió, con un nudo en la garganta. Lo recorrían unos escalofríos terribles al imaginarla en aquel lugar, a merced del mal más absoluto, junto a un humano que no la valoraba, que no la merecía. La ira encendía su ánimo y la conmiseración quebraba su espíritu.

¿Y si él pudiera ver en su interior?, se preguntó en ese momento Eldrïel, acongojada. Meneó la cabeza, apartando esas ideas contraproducentes. Era necesario continuar; por mucho que le doliera. Thranduil no había mostrado ningún sentimiento hacia ella, no había revelado que hubiera olvidado a su esposa fallecida. No había dado ningún paso que le diera la más mínima esperanza, y no podía arriesgar lo que más amaba en el mundo por una ilusión en el aire, por una esperanza vana.

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora