Eldrïel, no sabes nada sobre mí

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Al fin las piernas no lo sostuvieron y dobló las rodillas hasta apoyarlas en el suelo. Se sentó sobre los talones, sin dejar de abrazarla contra sí, con toda la ternura que llevaba dentro y que solo dejaba salir cuando estaba a solas con su hijo.

Eldrïel permanecía recostada contra él, jadeante, medio desvanecida por el placer que todavía recorría sus terminaciones nerviosas, como pequeñas corrientes que circularan, llenando de energía los conductos.

Thranduil se aseguró de que ella no tocara el suelo, aunque en esa parte parecía un poco menos mugriento, y la acunó contra él, con la barbilla apoyada en la coronilla femenina, feliz. El alma en paz, como si hubiera regresado al hogar y ya no tuviera que preocuparse por nada. El cuerpo femenino encajaba entre sus brazos como si ambos formaran parte de un solo ser y los corazones, ahora acelerados, latían a la par, acompasados en una melodía única y sublime.

Estaban encerrados en una mazmorra tenebrosa, el futuro incierto ante ellos, la vida en manos de unos orcos sin piedad, pero no cambiaría un solo minuto de los pasados en esa celda con ella, por la libertad de sus días sombríos antes de la llegada de Eldrïel a su reino.

Desde que la vio acudir al salón del trono para saludarlo, recién llegada, no pudo quitársela de la cabeza. La mirada verde tan directa, tan franca y desafiante lo fascinó. De forma general los que acudían a verlo quedaban intimidados por la forma en la que él los contemplaba desde esa altura, como si estuviera por encima. Aunque solo era una forma de estudiar las reacciones de los visitantes y cómo enfrentaban una situación en desventaja, para darle una idea de la personalidad y carácter de los que solicitaban algo de él o de su gente.

Desde que perdió a su padre primero y a su esposa después, dobló la protección que otorgaba a los que vivían en su reino. No soportaba que nadie tuviera que sufrir ninguna pérdida, como él.

Su madre fue una noldor que Oropher conoció en Menegroth, Doriath —cuando vivieron allí, después de que su pariente Thingol reapareciera tras el encantamiento bajo el que lo sumió la maia Melian—, y que partió hacia Aman tras la Guerra de la Cólera y el hundimiento de Beleriand, debido a una herida de flecha emponzoñada que nadie conseguía curar.

Eldrïel se removió entre sus brazos y alzó el rostro, arrebolado por la intensa pasión vivida. Volteó los ojos, pero no pudo enfocar la mirada y Thranduil le cogió la barbilla, con dulzura.

—Estoy aquí —musitó, al tiempo que apoyaba, tierno, la nariz en la de ella.

—Siento tanto ya no poder verte —lamentó. Desplazó las manos de los hombros al cuello y subió lenta. Con las yemas de los dedos reseguía cada curva, cada músculo y cada hueso, la maravillosa suavidad de la piel. La emoción desbordaba sus pupilas al tocar algo tan preciado, tan valioso en su corazón y sonrió, la barbilla temblorosa—. No cambiaría un solo segundo de los últimos dos días pasados a su lado —declaró con fervor, la mirada brillante de certeza. Se mordió el labio, dudosa ante la reacción de él por lo que quería expresarle, pero nunca se había sentido tan conectada con alguien, nunca había encontrado un hogar en otros brazos como con él y sonrió, como una niña, feliz—. Se cree que los avari somos elfos oscuros que renegamos de la luz, pero eso no es cierto, mi Señor. Es solo que amamos tanto las estrellas que cualquier luz que las eclipsa nos entristece, por eso moramos más en la noche, por eso no seguimos a los Valar cuando nos convocaron. Sé que el que sea una avari le molesta, pero...

Thranduil abarcó el rostro femenino, avergonzado, sin dejarla continuar, tanto le pesaban sus palabras.

—La mayoría de mi gente son avari, Eldrïel. ¡Perdóname! Jamás debería haber dicho eso —suplicó, arrepentido.

—¿No me desprecia por ser...? —Estupefacta, agrandó los ojos, la esperanza galopó en su vientre como un caballo salvaje en libertad.

—No, Elenezel —negó, con gravedad. Había intentado mantenerla alejada con ese desprecio fingido, inútilmente al final, y la había herido sin ningún derecho—. Te dije aquello porque te sentía tanto que no podía soportarlo —confesó. El dolor regresaba con fuerza, oscurecía todo lo que Eldrïel había iluminado con su ser, con su ternura, con su pasión. Un escalofrío recorrió su columna, dejándolo aterido. Ella no merecía una cáscara en perpetuo tormento—. Eldrïel, no sabes nada sobre mí, sobre... —declaró, con un nudo en la garganta. 

Eryn GalenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora