Capítulo XVIII.

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El último día

Era el último día de su estadía en Santiago, al día siguiente debían viajar a Valparaíso para después subir al barco que los llevaría a Londres, a la vida de matrimonio ejemplar, a las apariencias, a la mentira. Ninguno de los dos quería irse de Chile, para Joaquín habían sido días maravillosos junto a John; para Mercedes también, aunque para ella había sido más complicado debido a la advertencia de su padre. Aun así pudo pasar tiempo con Bárbara, pero no era suficiente, quería amanecer junto a ella, sentir el calor de su cuerpo envolviéndola, tocar su piel, amarla.

Hacía tanto tiempo que deseaba tenerla entre sus brazos, que se estaba volviendo loca. Pero no sabía cómo ponerle palabras a su proposición, si bien se habían visto todos los días, sentía que había algo que se levantaba entre ellas, como una muralla que no dejaba espacio para abrirse completamente. Bárbara había mantenido la distancia, ni siquiera había intentado besarla otra vez, no tenían más que las miradas que se dedicaban o la piel de sus manos al chocar entrelazando sus dedos, nada más. Bárbara no quiso quedarse con ella la noche que se encontraron y ahora le daba miedo que la volviera a rechazar.

Entonces una vieja idea volvió a su mente, ¡una cena!, -se dijo-.

A su cabeza volvió el recuerdo de aquella vez cuando cenaron… ese día, la preparó especialmente para ella y todo iba bien hasta que apareció su padre. Todo lo mejor ocurrió después, porque cuando pensó que Ernesto le había arruinado la noche, Bárbara volvió y no permitió que eso pasara. Fue una de las mejores noches de su vida.

La invitaría a cenar, a ver si así lograba que los temores o lo que fuera que estuviera impidiendo a Bárbara ser ella misma se fueran. Solo quería sentir su piel contra la suya, besarla hasta que el sabor de sus labios se quedará en su boca para siempre. No perdería más el tiempo, salió de su departamento hasta una florería, iba a recurrir a un antiguo plan. Después volvería a preparar todo, tenía solo una oportunidad, era todo o nada. No quería abandonar Chile sin antes volver a perder los sentidos en sus brazos.

Para Bárbara habían sido unos días muy esclarecedores. Por un lado, supo cómo Ernesto engañó a Mercedes para que creyera su vil mentira, y cómo habían participado sus hermanos y Augusta Montero. Cuando Mercedes vio la carta, supo de inmediato que Augusta la había escrito. Ya con la verdad dicha entre ambas, se sintió más tranquila, porque sabía que Mercedes nunca la hubiera abandonado. Sin embargo, aun sabiendo todo eso, algo en su interior le impedía ser como antes con ella. No quería hacerle daño, por eso decidió mantener distancia, aunque sabía que a Mercedes le dolía su actuar. Después de tanto tiempo sin estar juntas, lo único que quería era tenerla junto a ella, pero el miedo o el hecho de saber que se iría otra vez, no la dejaba escuchar a su corazón.

La esperaba cada tarde en algún lugar distinto. Si era cierto que alguien las seguía, lograban evitar que Ernesto se enterara que ellas se veían. Pero ese día era diferente, era el último día de estadía de Mercedes en la ciudad, y a pesar de que Bárbara lo sabía, la angustia de saber que no volvería a verla en mucho tiempo hacía que el dolor subiera como espirales por todo su ser. Dio un largo suspiro y con movimientos circulares en su cuello trató de alejar la tensión. Buscó entre sus libros un clásico de Shakespeare El Rey Lear, se acurró en un sillón y se introdujo en la historia.

Había descubierto que así podía evadir, aunque fuera por un momento, los problemas que amenazaban con acabar su temple. Así estuvo hasta que el timbre reclamó su atención. Bajo rápidamente, abrió la puerta encontrándose con un joven mensajero.

- Buenos días, busco a la señora Bárbara Román, ¿ella vive aquí?

- Sí, soy yo -le respondió asombrada al escuchar su antiguo apellido-.

Donde Todo Comenzó... (Barcedes) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora