Gris: mi paraguas

4.3K 85 0
                                    

Lunes otra vez. Todo fue malo desde el momento mismo que abriste tu ojo izquierdo. Tanta oscuridad te cegaba por completo, valga la redundancia. Pispeaste a través de tus pestañas y no caíste en la cruda realidad hasta el momento en que desenredaste tu teléfono celular de entre las sábanas. Siete y doce, marcaba la pantalla brillosa y luminosa que te volvió a cegar: en ése momento te enojaste con la vida. Tarde, llegabas tarde al trabajo. Y mientras cepillabas tus dientes con fuerza y bronca te regañaste por no encontrar el motivo por el cual te habías quedado dormida. Una toalla con olor a humedad te secó apenas la cara, y en ése momento decidiste abandonarla en el tacho para la ropa sucia, ése grande de plástico que descansaba en un rincón de tu baño. Tropezaste con cuanta prenda y calzado se te cruzó en el camino y no entendiste por qué todo estaba tan desordenado: vos que tenías métodos para todo, que
todo lo diagramabas estratégicamente. Siempre puntual, siempre todo listo.

Claro que encontrar la ropa fue una esclavitud. Es que los domingos se utilizaban para dejar el departamento de punta en blanco. Pero la tarde anterior fue la excepción a la regla: esas reglas de las que pendía tu vida. Y a cada momento te seguías retando: claramente ése no era tu día de suerte.

-¿Me podés explicar por qué no me despertaste? -le gruñiste a tu
hermana, quien ojeaba una revista con tranquilidad. Hacía ya dos años que vivías sola y una pelea familiar (entre ella y tus viejos) provocó que, un domingo a la tarde, tocara el timbre de tu departamentito con valija en mano. ¿Y cómo decirle que no?... si era tu hermana.

-¿Es necesario que grites todo el tiempo, Mariana? -te espetó irónica y tu única actitud fue asomarte por la puerta de la cocina y largarle una mirada asesina- ¿cómo pretendés que sepa que tengo que levantarte? -y ella nunca se quedaba callada.

-Por el simple motivo que vivís conmigo hace un mes, Micaela -ésa mirada obvia que ella odiaba.

-¡Bueno! ¡Perdón! -exageró levantando sus manos cual recién detenida.

-Solamente te pido que si ves que son las siete menos cuarto y no me levanté, lo hagas vos -y mientras hablabas abrías la puerta del microondas, sacabas una rodaja de pan de la tostadora y buscabas la azucarera en la alacena y una cucharita de café en el primer cajón.

-¿A qué hora volvés? -te preguntó completamente desinteresada en el momento en que notó que ya cargabas con todas tus cosas para salir.

-A la hora de siempre, Micaela, a la hora de siempre -y la obviedad misma te llevaba a hablar en capicúa.

-¡Chau, Lalita! -gritó risueña y la oíste del otro lado de la puerta. Sonreíste porque bien sabías lo intolerante que te volvías cuando la vida se te desestructuraba, y ella también.

Claro que salir del edificio y ver los nubarrones en el cielo te hizo pensar
que ése día definitivamente no era tu día. En la esquina de tu casa extendiste un brazo y el auto negro y amarillo siguió de largo a total velocidad: es que cuando uno se malhumora nada lo ve, ni siquiera la
cabeza de la persona de carne y hueso que se confunde con el cabezal del asiento izquierdo de un taxi. Y claro, si el cartelito de "libre" no estaba prendido, pensaste cuando reculaste la cara que puso el taxista... o tachero. Y empezaste a reírte porque recordaste la noche adolescente de ebriedad que compartiste con tus amigas a los dieciocho años -ahora tenés veinticuatro- en la que discutiste todo el viaje con el conductor.
Taxista no, tachero. Es así, nena: taxista es porque maneja un taxi, tachero es la profesión.

Volviste a caer en la realidad cuando te sentiste apretujada por una gran masa de gente en las escaleras del subte. Y cómo odias el subte. Ese calor que se condensa en cada recoveco del vagón. La pareja de novios recién enamorados que se besan sin parar frente a tu cara: los miraste varias veces de reojo y sentiste que nunca se despegaban. Incluso pensaste que a tu lado había gente grande o chicos chiquitos que no tenían por qué presenciar ésa escena: odias a las parejas que se besan a más no poder en cualquier esquina, parada de colectivo, vagón, góndola de supermercado.
Y también el hombre que despliega su diario sobre el libro que intentás leer. Y después una seguidilla de vendedores ambulantes que aunque les digas que no, intentan venderte su linterna, su cable para un puerto USB, tres pares de medias de una marca reconocida o un set de destornilladores.

DEGRADÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora