Ciruela: dolor

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Una noche en tu cuarto mes de embarazo. Habías cenado sola mirando televisión. Tu panza ya comenzaba a notarse: en cada espejo te detenías a mirarla y la acariciabas sin motivo alguno. La comunicación con Peter era fluida, te llamaba como mínimo dos veces por día. Y si no te encontraba, te dejaba mensajes en el contestador.

Los días pasaban y lo notabas un poco mejor: Lila le había prometido ser un poco más madura, acompañarlo cada vez que fuera necesario. Ella era su amor y no lo dejaría caer… tampoco lo lastimaría. Aún no la conocías, aunque llevabas imaginándola desde la mañana misma que notaste su anillo color plata en su dedo anular. Reíste para tus adentros al recordar todas aquéllas mañanas en que lo cruzabas en el mismo subte. Y qué loco era pensar que sin conocerse e imaginarse que iban a comenzar una historia –y qué historia, agregaría– se subían siempre al mismo subte… nunca fallaban.

Aquélla noche después de cenar y comer un pote repleto de ciruelas –tu fruta y (desde hacía un tiempo) antojo preferido–, tomaste una ducha para relajarte y te metiste dentro de la cama. La tele no ofrecía ninguna película para rellenar las horas, por lo que tú librito de crucigramas y sopa de letras lo hicieron.

Fue cerca de las doce y media de la noche –hacía ya casi dos horas que dormías: porque desde que cargabas con otra vida dentro tuyo, vivías durmiendo y por un motivo extraño que la ciencia no ha podido demostrar tus vecinos vivían en son de paz– que sentiste un dolor agudo en tu bajo vientre. Te despertaste de golpe y cuando quisiste incorporarte el dolor fue peor. Llevaste tu mano a tu panza porque creías que se te iba a escapar el bebé. Y no es que lo hubieras escuchado o leído en algún lugar, era una idea ridícula. Tomaste el teléfono de tu mesita de luz y llamaste a tus viejos, quienes no respondieron, al igual que Micaela y Candela. El último recurso –aunque quizás debió ser el primero– fue Peter. No tengo a quién llamar, estoy asustada y me duele mucho, Pitt, dijiste con voz ahogada porque algunos gritos se colaron entre las palabras. Quedate ahí, en la cama, que ya salgo para allá, dijo y cortó el teléfono.

Si fue media hora lo que tardó en llegar, fue mucho. Aunque te pareció una eternidad. Desde hacía un tiempo, Peter tenía las llaves de tu departamento. La excusa había sido por las dudas y ése día agradeciste que él las tuviera, porque no podías levantarte ni siquiera de la cama.

-Acá estoy, acá estoy –y corrió dentro de tu habitación para agacharse a tu lado– ya estoy acá, Lali, quedate tranquila –y acariciaba tu cabeza, aunque lo sentías tan o más desesperado que vos– llamá a Maxi, Lila… y decile que vamos para allá –y cuando oíste ése nombre miraste al frente: una mujer de unos veintipico de años miraba sin ver la escena. Era alta y morena. Vestía como bohemia, aunque si se arreglara un poco más sería una auténtica famme fatale, de esas que llevan rouge color ciruela en los labios– ¡Dale, Lila! –le gritó y ella reaccionó. Lo cierto es que ambos estaban cenando en casa de unos amigos cuando llamaste a Peter para que fuera a ayudarte.

-Perdona… perdoname que te interrumpí –esbozaste con dificultad mirándolo a los ojos.

-¿De qué hablás, La? -y te miró sincero- no seas ridícula –y tu corazón sonrió– ¿te duele mucho?

-Es… es una puntada… constante… ¿qué tengo? –y gemiste. Él se desesperó y se sentó sobre tu cama. Rodeó todo su cuerpo con tus brazos para que el dolor cesara un poco.

-No sé, La. No sé qué tenés pero ahora nos vamos ¿sabés? –y corría el flequillo que caía sobre tu frente como si te estuviera acariciando.

-Ya lo llamé –tardó en articular Lila: se había quedado pasmada ante aquella escena, en la que su novio te acunaba con dulzura.

-Vamos entonces –y salió de tu cama para levantarte– agarrá un poco de ropa de ése placard –le indicó a su novia– y metela en ése bolso de ahí –y Lila estaba atónita: él conocía todo de tu casa– Dale, Li –y volvió a reaccionar.

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