Magenta: pentagrama

1.6K 60 3
                                    

¿Qué están haciendo? –era domingo y Peter recién se despertaba de su sagrada siesta.

-¡Papi! –Santino se bajó de la banqueta y corrió atolondrado hasta él. Pitt se encargó de auparlo y hacerlo volar por los aires, a la vez que le llenaba de besos la mejilla y el pechito– Allegra come –y la señaló.

-¿Cómo que Allegra come? –y ella estaba sentada sobre la mesada de la cocina jugando con un salero (vacío, cabe destacar) al tiempo que vos exprimías una naranja– ¿qué hacés, negrita?

-Vamos a darle de tomar un poquito de juguito, como dijo el pediatra –y le sonreíste. Largaste una risita divertida y casi silenciosa cuando notaste que él recorría con su mirada tus piernas y se detenía en tu cintura: llevabas puesto un remerón de él y eso lo volvía loco.

-Dale, mami –te pidió Santu porque sabía que iba a divertirse con ése experimento que querías hacer con su hermana.

-A ver, chancha –y acercaste una cucharita chiquita que rebalsaba jugo de naranja. Allegra abrió la boca, incluso cuando sacaste la cucharita de ella: claramente te pedía un poquito más.

-Le gustó –afirmó Santino que era ya un señor pequeño.

-¿Te gustó, vida? –y Peter ya se había acercado a ella para darle un beso trompita.

-¿Un poquito más? –y corriste la cara de él para repetir la misma acción con la cuchara. Allegra tenía seis meses y ya se mantenía sentadita sin que nadie la sujetara. Y tomaba jugo de naranja.

-¿Qué vas a darle? –casi te gritó cuando te vió exprimir un limón.

-Quiero probar –dijiste y subiste un hombro.

-No, Lali, limón no… no va a gustarle.

-Sí, Peter, limón sí –dijo Santino: era todo un vivaracho. Chocaste cinco con tu hijo y rieron a carcajadas. Allegra abrió la boca y le diste toda ésa consistencia ácida. Su carita de desagrado fue sencillamente inexplicable.

-Mirá, sigue abriendo la boca –y otra cucharadita más de limón.

-No, no… no le hagan así. ¿No ven que no le gusta? –y le salió el padrazo de adentro, por lo que dejó a Santino sobre la mesada y tomó en brazos a su hija– vos vení conmigo, éstos son malos –y vos y tu hijo le sacaron la lengua. Santino seguía siendo un gurrumín que hablaba a la perfección y razonaba como un adulto. Allegra tenía seis meses y ya se mantenía sentadita sin que nadie la sujetara. Y tomaba jugo de naranja… y de limón, también. Otro día arduo de trabajo en la escribanía en que laburabas hacía ya un tiempo largo. No tener un auto propio hacía que todas tus mañanas y tus tardes se zambulleran en un vagón de subte. Y qué loco pensar que ahí conociste a Peter: tu amor y el padre de tus dos hijos. Y pensar que hubo un día en que te enojaste tanto con él –por el sólo
hecho de verle un anillo de compromiso en su dedo anular–. ¿Y quién iba a decir que la historia terminaría justamente de ésta forma? Y bueno… yo sí iba a decirlo, soy quién la escribe ¿no?

-Buenas –después de cerrar la puerta del departamento.

-¡En el baño! –gritó su voz varonil.

-Hola –y sonreíste porque él estaba arrodillado en la bañadera y ella estaba desnudita, chapoteando en el agua.

-Hola, mamá –y su voz ronca y dulce a partes iguales. Allegra ya tenía sus
ocho meses y largaba carcajadas simplemente porque estaba enamorada de ése morocho de ojos verdes (o grises en días de tormenta) que ponía cara de loco para hacerla reír– mirá quién vino, chancha –y sus ojos verdes (los de ella) penetraron al fondo de tu vida. Allegra ya los reconocía y les sonreía, también sonreía porque sí.

DEGRADÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora