Anaranjado: juego

1.6K 64 1
                                    

–Alerta meteorológica en la ciudad porteña, se recomienda quedarse en sus casas y salir en casos de extrema urgencia –un simpático periodista daba la noticia de último momento a todos los televidentes.

-Jodeme –bufaste notablemente y pataleaste un poco: habían acordado un paseo a la plaza de a tres y aquél periodista (ya no tan simpático) había hecho polvo tu programa para ésa tarde.

Entonces te paraste del sillón y te metiste en la cocina. Desplegaste la mesita de madera rebatible al tiempo que ponías agua a calentar dentro de la pava. De camino a tu habitación, pispeaste que Santi siguiera durmiendo la siesta. Peter también lo hacía pero dentro de la cama grande. Llevaba ambas piernas enrolladas en la sábana verde y un brazo le colgaba. Levantaste una almohada que se había caído al piso y antes de volver a la cocina te quedaste de pie frente al espejo. Ataste bien alto tu pelo medianamente largo y con una hebilla tiraste para atrás tu flequillo recto. Te miraste las piernas largo rato: llevabas puesta una musculosa negra y una bombacha gris, nada más. La pava silbadora empezó a chillar y casi corriste hasta ella: no querías que los hombres de la casa se despertaran.

Durante casi una hora y media ordenaste papeles de trabajo y leíste un expediente. Uno sólo porque era largo y trataba un caso sumamente controvertido. De ésos en los que hay mil caras de una misma moneda. Una pava entera y casi medio pote de queso crema fueron a parar a tu estómago. Chequeaste también tu casilla de mails y googleaste algunos lugares donde poder hacer la carrera de Escribanía –esa que había quedado relegada tras tu embarazo–.

–¿Qué hacés? –te sobresaltaste y casi te caes de la mesada– ¿qué hacés, negra? –y poco se le entendió porque estaba muerto de risa.

-¿Qué? –y subiste un hombro avergonzada: te habías trepado a la mesada de la cocina para poder oír con mayor detenimiento lo que hablaban tus vecinos de abajo.

-¿Qué hacés ahí subida como si laburaras para una empresa de espionaje? –y una de sus manos agarró su panza: se había tentado de verdad.

-Es que me encontré un pelito encarnado y me subí acá para… para tener más luz y poder mirarlo –y te hacías la que buscabas ése pelito encarnado.

-Me hacés acordar a mi vieja… se metía adentro del placard de su cuarto porque daba a la pieza de los vecinos…

-Yo no vine a escuchar a los vecinos –lo interrumpiste.

-Se vé que el tipo la cagaba a la mina, no sé… era como la novela para mi vieja –y rió al recordarla y verte tan igual a ella.

-Acá la movida es así: parece que ella es la segunda mujer de él y como que la hermana de él es bastante celosa y tienen conflicto. Igual no sé cómo será ella, pero a mi me resultó re simpática las veces que la crucé en el ascensor… no me da a guacha ¿entendés? –hablabas rápido y pisaste el palito.

-¿Y el pelito encarnado? –tu cara fue tal que él siguió riendo: eras increíble, Lali. Sos increíble– sos una chusma bárbara.

-Disculpame –y le pegaste con el pie en la pierna– no te permito, eh.

-¿Que no me permitís qué? –se acercó mucho a la mesada y abrió un poco tus piernas para quedarse en ése hueco.

-Que me llames chusma… si soy buena observadora y sé escuchar y oír, es una virtud. Una virtud que heredé de mi abuela.

–Lo que hacés vos de treparte a la mesada para escuchar la historia de vida de los vecinos o de colgarte mirando a la gente no es tener una virtud. En mi mundo si hacés eso sos una chusma –y en tu mundo también, Lali.

-Bueno ¿qué te jode? –no podías refutar nada más: momento de aceptar los defectos– si a vos no te pido que me hagas piecito para poder escuchar mejor –echó la cabeza hacia atrás porque la carcajada era fuerte.

-Sos un personaje, Lali –y rió mientras te besaba– me matás.

-¿Qué hacemos? Estoy aburrida –y hacía exactamente tres minutos diecinueve segundos que estaban abrazados. Él acariciaba tu cintura y vos habías apoyado tu cachete sobre su hombro.

-Bueno…

-Dale, Peter.

-Nunca me dejás terminar de hablar ¿te das cuenta? –y te miró a los ojos–
ni siquiera sabés qué iba a decirte.

-No te hagas el pobrecito. Y sí sé lo que ibas a decirme –¿pero es que ya se conocían tanto que sabías lo que él iba a decir antes de abrir la boca, o es que Peter tenía siempre la idea fija?

-A ver ¿qué iba a decir?

-Vos sabés –no te gustaba nada que te pusiera a prueba.

-Sí, yo sé. Pero vos decís que también sabés, así que decime… ¿qué iba a decir?

-Cuando decís bueeeeno no hay muchas alternativas… conozco tus tonitos –te la dabas de sabedora.

-Para que sepas no iba a decirte éso, era otra cosa –y subió un hombro con capricho.

–A ver… ¿qué ibas a decirme?

-¿Tenés hambre?

-¡Peter! –y golpeaste su hombro.

-¡¿Qué?!

-Ves, ves.

-¿Ves, qué? Te pregunté si tenías hambre nada más.

-Hambre, hambre… se traduce a querer tener sexo, Peter.

-Disculpame –se ofendió– en tu mundo de mal pensadas querrá decir eso, en el mío hambre es hambre, es querer comer, alimentarse, tener apetito –lo miraste largo rato porque no sabías con qué rematar la situación.

-Bueno, bien pensado –y rió– no, no tengo hambre.

-Yo si –entonces se acercó a la heladera y sacó fiambre.

-Te dije que estoy aburrida y te ponés a armar un sándwich –y de un saltito bajaste de la mesada.

-Me voy a armar un sándwich para después jugar a algo –ése día tenía respuesta para todo, típico de los hombres.

-¿Jugar a algo? ¿Querés que armemos los bloques de Santi? –y reíste sobreactuadamente.

-No, boluda –mientras cortaba con la mano media feta de jamón: dos de queso, una y media de jamón.

-¿Entonces? No sé dónde están las cartas.

-Otro juego.

-¡Peter!

–Bueh –y rodó los ojos– no voy a pedirte que te disfraces de colegiala si es lo que te preocupa. Es algo con palitos.

-¿Palitos? –y tu mente retorcida imaginó mil cosas. ¿Es que ahora Peter quería agregar algo a la cama?

-Sí, Lali. ¿Nunca jugaste a los palitos chinos? –nah, nah– ¿de qué te reís?

-De que sos lo más, boludo –y te colgaste de su cuello– y te amo –y no dejabas de reír.

-Yo también –y se dieron un piquito– ¿los busco? –lo peor es que hablaba enserio.

-Dale –y le sonreíste– pará –entonces se volvió hacia a vos con el sándwich en la mano– ¿desde cuándo en ésta casa hay palitos chinos?

-Los traje yo de la casa de mis viejos –y volviste a sonreír.

Te miré sin darme cuenta
que un destello de mi voz
pudo acariciarte el alma
la tarde sobre el cielo
teñida de color
dejaba anaranjado el corazón.

DEGRADÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora