Celeste: anagrama

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Dos días más de lluvia torrencial y de ojos grises en un mismo vagón oscuro. Sentías una sensación extraña recorrerte el cuerpo cada vez que las puertas automáticas del subte se abrían de par en par: casi una semana compartiendo con él un par de estaciones. Porque claro, te habías aprendido casi de memoria en qué estación Peter se hacía presente entre la multitud y en cuál desaparecía. Porque claro, desde el mismísimo día en que te pidió subirse a tu paraguas –rojo y roto– te perdiste en la gama de sus grises –ojos y capucha–, y abandonaste las historias mínimas de colectivos y los compilados de Diego Torres –o Fabiana Cantilo, tal vez-que el chofer de siempre te brindaba cuando olvidabas tu reproductor de música en el primer cajón de una de las mesitas de luz.

Fue la mañana del octavo día –desde que lo conociste– que el cielo dejó su capricho de lado provocando así que un círculo brillante iluminara la cara de todos los viajantes y transeúntes. Claro que a la hora de buscar las llaves del departamento debiste dar vuelta tu gran bolso sobre la mesa de vidrio del comedor. Objeto por objeto fue devuelto a su lugar de origen. El último de ellos era el estuche de un paraguas gris. Y bastó ése sólo acto para recordar tu lunes gris, pero tu martes rosa. Y éste lunes nada se
asemejaba al anterior. Pero en vez de alegrarte te entristeciste: Peter sólo aparecía los días de lluvia –claro, te encantaba sacar estadísticas sobre todo-por lo que ése cielo celeste arrasaba abruptamente con un cincuenta por ciento de probabilidades.

Con facciones severas –al punto de generar grietas sobre toda tu cara
-cruzaste el zaguán del edificio y no saludaste al portero. La gente caminaba con alegría por las calles de tu barrio, sólo por ver un cielo completamente despejado. Pero vos no: vos querías lluvia, tormenta, relámpagos y truenos. El acaecimiento de tales hechos te llevaría hacia Peter o a él lo llevaría hacia vos.
El traqueteo del subte te provocaba una somnolencia que jamás habías experimentado. Sostenerte de la arandela plástica era semejante a imprimir cargos a casi trecientos expedientes. Y fue entonces –por obra de la naturaleza misma, quizás… o del destino ¿por qué no?– que giraste apenas tu cabeza y lo viste… en otro vagón, en el de al lado. Y el debate del ser versus deber ser se abrió en medio de tu mente: ¿no era, acaso, cualquiera cruzarte de vagón sólo para que él notara que vos estabas ahí? Pero… ¿no era, acaso, peor reprimir las locas ganas de tenerlo cerca sólo para que te mirara con sus ojos grises, aunque en ése momento los tuviera verdes? Y claro, las frenéticas ganas pudieron contra el sentido común.

-¡Lali! –esbozó sumamente alegre al verte.

Peter ¿todo bien? –y qué mal actuabas: la sorprendida no era tu mejor papel, claramente.

-Bien, bien… ¿vos? Con la almohada pegada a la cara ¿no? –bromeó y aunque solo habían hablado poquísimas veces, se trataban como si se conocieran de una vida pasada. Tardaste en responderle por dos motivos: ¿Fue indiscreto su comentario? ¿Era real que su mirada verde devastante acabara con tus cinco sentidos? Y se levantó de su asiento para dejarte el lugar.

-Gracias –y otra vez presa de sus pupilas.
Y durante largo rato charlaron sobre la cotidianeidad de cuando uno despierta. Descubriste que era fanático del mate, vos del café con leche. Que prefería el chocolate blanco, vos el negro. Que moría por el blues, vos por el rock nacional. Y claro que tantas diferencias te bajaron de tu nube -imaginaria, porque ése día el cielo estaba completamente despejado– de un hondazo.

-Me bajo en ésta porque tengo que ir a buscar unos papeles –anunció cuando un grupo de gente se amontonó en la puerta automática del vagón. Ésta vez fue él quien dejó su beso en tu mejilla y te hizo recular.

Bastó que se sostuviera de una de los caños metálicos con su mano derecha para que notaras una alianza de plata –o alpaca– en su dedo anular. El mejor final para mi historia mínima preferida, pensaste al tiempo que le sonreías fingidamente para después descontracturar tu cara –él ya caminaba por el andén– y malhumorarte como el lunes anterior.

Ese anillo quitó toda la idoneidad que te caracterizaba a la hora del trabajo. Cada cargo que imprimiste en las hojas oficio te recordaban aquél anillo –porque el sello de los cargos era redondo–. Salir en tu hora de almuerzo –junto a Virginia, otra pinche– y notar lo circular del sol, te
recordó al anillo. Que la tarta tricolor -verdura, calabaza y ricota– que comiste fuese redonda te hizo pensar que ése día el mundo estaba contra Lali Espósito.

Te sentaste sobre uno de los asientos más cortos de ése vagón y no te fue tan difícil encontrar el libro que leías hacía exactamente dos semanas. Claro que odiaste el señalador que marcaba la página cuarenta y seis: su diseño eran burbujas –redondas, claramente–.

-¡Hey, La! –habló su voz junto a tu cuerpo. Te volteaste y lo viste mirarte con una sonrisa de lado.

-Ah, hola –y claro que no tenías entusiasmo: el chico del paraguas (rojo y roto) estaba comprometido.

-Parece que el destino quiere que nos encontremos –canchereó. Y claro, ésa misma mañana te habías enterado que era un ferviente porteño, y para los ojos del mundo el porteño era sinónimo de canchero.

-Así parece –y ni siquiera le sonreíste.

Seguiste abstraída en tus pensamientos al tiempo que él monologueaba con vos. Su perfume varonil acabó con el sentido del olfato. Su mirada verde casi tornasolada
liquidó tu sentido de la vista. El roce de su brazo contra el tuyo provocó que tu sentido del tacto abdicara. Su voz melódica destruyó tu oído. Sólo faltó que su lengua hiciera claudicar a la tuya. Y ante el último pensamiento tu fuero interno gritó quemando tu garganta.

¿Tenés cambio de cincuenta? –y jamás te enteraste cuándo había cambiado de tema.

-¿Eh? –y arqueó sus cejas– ¡ah, sí! –y cuando le entregaste los billetes, él revolvió su mochila en busca del objeto de trueque.

No pudiste con tu mente y pispeaste entre pestañas el contenido de su mochila celeste. Y cuando creíste que ni el destino ni el sentido estarían de tu lado, descubriste que tu –ahora su– paraguas
-rojo y roto– estaba allí dentro. Te gustó saber que él no iba por la vida intentando levantarse mujeres con paraguas. Te encantó que se hubiera convertido en un precavido llevando uno –el que fue tuyo en su mochila. Qué tanto bien te hizo ver ése objeto ahí que olvidaste por completo el anillo, los círculos y redondeles. No tenía sentido castigarlo si prácticamente no lo conocías.

-Hasta cuando nos encuentre el destino –y ésa despedida sí tenía sentido. Acto seguido, besó tu mejilla.

Una toalla sobre la almohada para no mojar la tela –de vez en cuando te gustaba bañarte de noche–. El televisor apagado y tu mente gritando al recular los dos encuentros casuales –causales– de ése mismo día. Intentaste interpretar cada palabra dicha por él, por vos. Te sentiste adolescente e incluso creíste ruborizarte. Un cambio de posición entre las sábanas para dormir mejor y sí, una conclusión: no era casualidad que la palabra sentido fuera anagrama de destino.

Hay algo que sigue vivo
nos renueva la ilusión
y en el último suspiro
el momento ya llegó
con los dientes apretados
cielo de un solo color
en el alma está guardado
ay, celeste regalame un sol.

DEGRADÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora