Arándano: pasado el meridiano

1.7K 56 6
                                    

Hacía ya una semana que habías cumplido tus veintiséis años. La primavera había marcado el hito de ser el mes del amor, ése que perduró durante Octubre y los primeros días de Noviembre. No sabés por qué motivo la gente se queja de Noviembre. Si Noviembre trae sus días calurosos en los que podés salir en pollera y musculosa, con un par de ojotas. Siempre el mismo look para cualquier momento del día o de la noche.

Incluso Noviembre produjo un cambio drástico en tu carrera laboral y profesional. Hacía ya varios años –desde que eras una mera estudiante– que trabajabas en Tribunales. Lo bueno que tuvo Noviembre fue que te trasladó de fuero –al que vos querías desde que eras una adolescente idealista–. Era un poco más riguroso el trabajo en aquellos juzgados, aunque más apasionante. Noviembre te dió el empujón para poder anotarte en un curso que se entrelazaba con tu profesión, el que duraba apenas un año y medio.
Santi ya era un bebote de ocho flameantes meses –lo que te permitía seguir estudiando–. Gateaba descontrolado sobre la madera plastificada del departamento. Se sostenía de las puertitas del bajo mesada para mantenerse paradito. Lo mismo sucedía con las maderitas que determinaban el perímetro de su lugar de juegos: el famoso corralito. Y si tenía la oportunidad, arañaba tus piernas –o las de cualquiera– para mantenerse en pie. Ocho meses de ser madre y cinco en pareja con Peter: porque claro, ustedes sí que iban al revés, nadaban contra la corriente… pero, Noviembre hizo que se patinaran de la tabla de surf en la que hacían equilibrio desde que se habían visto –visto para enamorarse–.

Sábado, 4.00 pm.

-Está bueno que Santu ya esté grande y duerma más horas de siesta –espetó cansado después de volcar todo su cuerpo junto al tuyo en el colchón: cada ratito que tenían libre, lo aprovechaban para rellenarlo de amor y jolgorio.

-Y que casi no llore a la noche… que duerma seis o siete horitas de corrido
–y apretaste la sábana blanca contra tus costados– extrañaba dormir toda la noche sin tener que dar de comer –entonces rieron.

-Además, pasan los meses y cada vez se nos pone más lindo –y vos amabas que se baboseara por el más chiquito y hablara siempre con la palabra posesiva.

-Es increíble que no haya sacado el efecto de tus ojos…

-¿El efecto de mis ojos? –te interrumpió riendo.

–¿No sabés que cuando llueve se te ponen grises y cuando hay mucho sol son verdes bien claritos? –y su carcajada fue más fuerte aún– Explicame de qué te reís así nos reímos juntos –y te hiciste la maestra ciruela, aunque te faltó decir: comparta el chiste, Lanzani, así nos reímos todos.

-¿Vos estás media loquita, no? –y para ésa altura había acostado su cuerpo sobre el tuyo. Su pera se apoyaba sobre tu ombligo y te miraba desde allí.

-¿Por qué? ¿Nunca te lo dijeron? –y revolvías su pelo con ternura. Negó como si fuera un chiquito y esperó alguna estadística física o cuántica respecto al tornasol de sus ojos– cuando nos conocimos, ése día de lluvia, tenías los ojos grises. Cada vez que nos cruzábamos llovía ¿nunca lo notaste?

-La verdad que no –y su sinceridad fue aplastante.

-Muy pocas veces nos cruzamos en el subte siendo un día soleado… el primer día descubrí que tenías ojos verdes, por el efecto del sol… aunque ahora me doy cuenta que siempre son verdes y se vuelven grises con la lluvia, la tormenta o las nubes.

-Sí que las mujeres son detallistas, eh.

-No. El problema es que vos no me prestabas atención –y te miró incrédulo porque jamás supo que vos habías decretado ser su amor cuando te pidió de subirse a tu paraguas (rojo y roto)– Hola, soy Mariana, la madre de tu hijo… la mina que conociste en un subte hace un tiempo atrás ¿te acordás? –sobreactuaste molesta porque sentías que él no se acordaba de vos.

-Obvio que me acuerdo cuando nos conocimos –alegó en su defensa– pero qué se yo qué decía el servicio meteorológico cada mañana que te crucé –y te enojaste de repente: justamente el tornasol de sus ojos como consecuencia del clima provocaron que te gustara mucho, para él eso era un simple y tonto detalle– no te enojes, La… pero tengo razón.

–Está bien, ya fue –y siempre cortabas las discusiones de la misma forma, aunque ésta vez sólo intercambiaban palabras.

-¿Por qué te ponés así? –él seguía en la misma posición aunque habías hecho un laburo bastante fino para hacerle saber que ya te molestaba tenerlo encima tuyo.

-No me pongo de ninguna forma, Peter.

-Sí, mirá cómo me hablás. Perdoname por no acordarme si el día que nos conocimos llovía o había sol.

-Nos conocimos porque te presté el paraguas. Dudo que hubiera sol y yo yendo por la calle con un paraguas – porque ni siquiera tenía el tupé de disimular que no se acordaba. Pero es que Peter era así, no tenía filtro– no creo estar tan loca –y aunque tus piernas se habían dormido por el efecto del peso de su cuerpo, él siguió igual. Incluso subió un poco más para que su cara quedara simétrica con la tuya.

-Sí, estás bastante loquita –y hacía rozar sus labios con los tuyos– y me tenés loquito a mí ¿sabés? –y su forma tan arrolladora de poder suavizar todo con un mimo.

-No me hagas así, porque me ofendiste.

-Qué mujer enojona que tengo, eh – canturreó con voz tarada al tiempo que intentaba atrapar tu boca– y cómo me gusta que te enojes –y todo lo decía suave, despacio, colándose por dentro de las sábanas una vez más. Te daba besos tiernos en el largo de la clavícula, sabía que era uno de tus puntos débiles (el otro era la espalda), entonces cuando abrió tus piernas un poco no te resististe. Sus besos te erizaban por completo, al punto de dejarte llevar y que él hiciera de vos lo que quisiera.

Sábado, 10.00 pm.

-Andá vos –dijo girando su cabeza para chocarse con tus ojos de una negrura impecable.

-No, vos.

-Dale, tengo a Santu yo… andá vos –y el timbre volvió a sonar con mayor insistencia. Estaban los tres metidos en la cama mirando una película o jugando con el nene.

-Dámelo que yo lo tengo y andá vos –entonces dejaste sobre la mesita de luz tu pote de helado de crema con salsa de arándanos (esa que hacía casera tu vieja y te volvía loca).

-¡Que vaya mamá, que vaya mamá – canturreó incitando a su hijo a también hacerlo.

-Siempre igual, Juan Pedro, siempre igual –bufaste y saliste de la cama.

-¡Te amo! –te gritó para que lo oyeras desde el pasillo. Reíste y te detuviste a mirar lo chueca que eras cuando caminabas descalza.

-Ho… hola –esbozaste con el corazón golpeándote el pecho.

-Hola, Lali… ¿Peter está?

-Ehm… sí –y te habías posicionado de forma tal para impedirle el paso. Él oyó ésa voz y caminó con Santi en brazos hasta la puerta del departamento. Te miró y vió el fuego de tus ojos.

-Lila… ¿qué hacés acá?

Fue en el vuelo de pájaros
o en la fosforescente luz
de tus ojos arándano
que dejé mi corazón,
mi corazón perdido.

DEGRADÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora