Morado: una o dos rayitas

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Hacía ya varios días que meditabas sobre aquella posibilidad. Un atraso en el período y una serie de mareos en horas de trabajo te habían dado el indicio. Ése mismo domingo, cuando hiciste las compras del mes, compraste un test de embarazo en la farmacia del barrio. Tu idea inicial había sido hacerte ése test y comunicárselo a Peter, pero las estadísticas fallaron y ahora te encontrabas sola en tu baño.

Micaela había salido a comprarte un test –vos necesitabas estar sola en ése momento, por lo que omitiste contarle que ya tenías uno–. Hiciste lo propio y te sentaste sobre la tapa del inodoro a esperar. ¿Esperar qué? Que una rayita morada apareciera y con ello liquidar cualquier esperanza.
O esperar dos rayitas color morado que hicieran de tu vida un calvario: en el sentido de que el padre de tu criatura ya no era nada tuyo. Había elegido al corchete y desterrado al paréntesis. Le habías servido para cubrirse de la lluvia y ocupar el vacío que había dejado tu anagrama. Y dos rayitas no significaban solo un embarazo, sino tener que enfrentar la marea misma.

Tu mente recorrió tu vida en una fracción de segundos. Y se detuvo en las imágenes que te mostraban enredada a su cuerpo varonil, disfrutando y volviéndote más loca que de costumbre. Los besos pasaron en cámara lenta y te provocó lágrimas.

La aguja del reloj marcaba ya quince minutos. Apretaste con fuerza tus párpados y tomaste el tarrito. Quitaste la tirita blanca de allí y contaste hasta diez para abrir los ojos: dos rayitas fueron la forma más arrolladora de ponerte los pies sobre la Tierra. Comenzaste a llorar en silencio, incluso cuando oíste que la puerta del baño se abría y tu hermana te extendía una caja igual a la que ya habías usado. Te miró y miró tu mano, te la arrebató y cayó de rodillas al suelo. Se abrazó a tu cintura, a tu panza, a la casita de su futuro sobrino. Todo va bien, Lali. Yo estoy con vos, fueron sus palabras adolescentes.

-¿Qué querés que haga? Decime, La              -estabas acostada en tu cama y ella sentada junto a vos.

-No sé, Mica. Quiero descansar –y automáticamente cerraste tus ojos.

Ella llamó a tus viejos y les comunicó que ésa noche dormiría con vos: no reveló tu secreto, porque aquello te correspondía a vos y solamente a vos. Se acostó a tu lado, dentro de tu cama, y te abrazó para hacerte saber que ella siempre sería tu eterna compañera. Que te ayudaría en todo lo que necesitaras, que nunca te dejaría sola –como el padre de tu hijo–.

Lunes otra vez y el sol se había asomado haciendo un día espléndido. Cuando viste que el despertador marcaba las diez de la mañana, te asustaste: llegabas súper tarde a trabajar. Tranquila, llamé y dí parte de enferma, y la quisiste más por haberte salvado las papas del fuego.
Llegaste a la mesa del comedor y viste tres jarrones adornados de flores color morado: fue su regalo ante aquella noticia.

-Te saqué turno con tu ginecóloga –te avisó después de que le agradecieras el regalo, al tiempo que lavaba los cacharros que habían quedado sucios de la noche anterior.

-¿Por qué?

-Porque te tenés que hacer ver, Lali –y ella ahora parecía la hermana mayor– estás embarazada y necesitás un chequeo por lo menos.

-Gracias, Mica –y tardaste varios segundos en decirlo.

-Tenés turno a las cinco de la tarde, yo te voy a acompañar –dijo asomada por la puerta de la cocina.

-Quiero hablar con mamá y con Cande –y no bastó ninguna palabra más para que ella las citara a una reunión de mujeres.

Después del almuerzo –en el que prácticamente no probaste bocado– te tomaste una ducha relajante. Tus lágrimas se entremezclaban con el agua que limpiaba tus virtudes y defectos. Y una vez envuelta en tu bata de plush, repetiste la acción de la tarde anterior: te sentaste sobre el inodoro y lloraste. Otro golpe de puerta y Micaela te anunciaba que tus invitadas ya habían llegado. La miraste con la cara empapada y morada de tanta fuerza al llorar. Te abrazó y te acunó varios minutos. Lavate la cara porque mamá se va a asustar, dijo. Y cuando ella salió de allí te miraste a través del espejo y te viste completamente sola: tu hermana ya no vivía con vos y Peter te había desterrado de su vida amorosa. Sólo estabas vos y tu vientre chato.

Caminar a lo largo del pasillo y oír el quejido de Camilita que reclamaba un poco de leche, te estrujó el corazón. Te viste así, sola, con un bebé en brazos. Con lágrimas caminaste a ellas y las abrazaste con fuerza. Entre ellas se miraron y no entendieron el por qué de tu llanto incesante: si Micaela tenía una virtud, es que era una tumba. ¿Qué tenés, hija?, te susurró tu mamá al tiempo que te abrazaba y acariciaba tu pelo. No pudiste responderle, un nudo se había posicionado en medio de tu garganta y te había dejado muda por completo.

-Yo… bueno… ayer Peter me… me…

-¿Te pegó, hija? –tu mamá y lo fatalista
que era.

-No, ma –la calló Micaela– dejala hablar.

-Peter y yo… terminamos. Me dijo que seguía enamorado de su ex y… bueno…

-¿Por eso estás así, negrita? –y Candela te conocía lo suficiente para saber que un desamor no causaba tantas lágrimas y dolor en vos.

-No… yo… bueno… ayer… ayer también me enteré que…

-Tranquila –y tu hermana buscó tu mano por encima de tu mesa. La miraste y ella te sonrió dulcemente.

-Estoy embarazada –dijiste sin anestecia y los ojos de tu amiga y tu mamá se abrieron de par en par.

-Yo estoy con vos ¿sabés? En lo que decidas estoy con vos –te susurró Cande al oído cuando te apretó en sus brazos.

A las cinco de la tarde tu ginecóloga de toda la vida te hizo acostar sobre una camilla. Desparramó un gel bastante frío sobre tu vientre y colocó un aparatito sobre él. Un monitor –en el que poco entendías– te mostró lo chiquito que era tu hijo o hija. Cuatro semanas y diecisiete días, te anunció. Ése era el tiempo que llevabas embarazada.

Durante nueve días peleaste con medio país. Hablar con Peter era una decisión pura y exclusivamente tuya: nadie podía decirte qué hacer y qué no hacer. Dos sesiones con tu psicóloga de siempre te dieron el puntapié: vos no podías ocultarle aquella verdad, como habitualmente se muestra en las telenovelas de la tarde: en las que por arte de magia los protagonistas se reencuentran cuando la criatura camina y expulsa pocas palabras. Donde ella le hace saber que ése chiquito que vé tan idéntico a él es su hijo. Que se lo ocultó porque no quería joderlo. No, eso no. Vos no eras quién para privar a un padre de su hijo –ni a tu propio hijo de su padre, claramente–. Fue nueves días después que te dispusiste buscar a Peter –porque ya no lo encontrabas cada mañana en el subte– y contarle que dos rayitas moradas te habían hecho saber que iban a ser papás.

-Disculpame, debí llamarte antes –fue lo primero que dijiste cuando él abrió la puerta de entrada de su casa (aún no sabías si la compartía con Lila o no).

-No hay problema, Lali. ¿Está todo bien ¿Te pasó algo? –y se mostró verdaderamente preocupado: hacía días que él te había dejado. Luciana fue la encargada de darte su dirección y fue ella también quién lo anotició a él que su amigovia lo andaba buscando.

-Necesito que hablemos ¿puede ser?
-Obvio. Pasá –te abrió paso y entraste dentro.

Voy recorriendo mil ocasiones
mucho silencio y pocas palabras
un par de desiertos y miles de estrellas volando al centro miles de pájaros
aves de colores, flores azules
tulipanes morados, color rosa centrado
miro detrás de una pared
el reloj se acerca y nada está bien.

DEGRADÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora