Blanco: invasiones inglesas

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Otra semana más y a Peter se lo tragó la tierra, casi literalmente.
Imaginaste que el día del casi beso te rehuyó por puro susto. En ése momento habías olvidado que él era un tipo comprometido.
Probablemente ésa noche llegó al nido      -léase: el departamentito que compartía con su novia– y se abrazó a la cintura de su mujer. Ése sólo acto le bastó para convencerse y aplaudirse a sí mismo por haberse echado hacia atrás cuando un par de labios quisieron capturarlo. Un beso no se le niega a nadie, dicen. Pero él te lo negó… ¡y de qué manera!

Tu vida siempre fue una causa -efecto. Bastaba que te corrieras apenas de la línea que enderezaba tus días, para arrepentirte y ponerte en el lugar del otro –siempre, no fallabas nunca–. Esa bendita –o maldita– costumbre que no te hacía mejor, sino peor. Si una boca hubiera buscado la tuya con hambre de besos, de seguro te hubieras confundido y hubieras corrido a los brazos de tu hombre. Los besos de prepo son amenazas constantes. ¿Peter se sintió amenazado por tu boca? ¿Le dabas miedo?

Y cuando uniste con el dedo el número tres con la letra A en un portero eléctrico, Alicia caminó a vos de forma musical y tan pacífica como cualquier psicóloga.

-¿Hace cuánto que no lloro en una sesión? –preguntaste después de llevar quince minutos acostada en un verdadero diván– tampoco te digo que estoy para que me des el alta, eh –le advertiste por las dudas.

-¿Qué pasa, Mariana? ¿Qué es lo que sentís? –y supiste (porque no la veías) que se había acomodado en su asiento de mimbre.

-Invasión… eso siento… siento que todo el tiempo me invaden…

-Invasión –susurró– ¿Quiénes te invaden? –y se mostraba demasiado tranquila, lo que te exasperaba cada vez un poco más.

-Mi hermana, principalmente –y tomaste una buena bocanada de aire– Mica es divina… es mi hermana y la amo… pero… no deja de tener diecisiete años… y cree que puede llevarse al mundo por delante… y no… me desesquematizó todo… la casa, los horarios, la vida… desde hace casi dos meses.

Entonces, por un motivo no identificado, comenzaste a recular sobre la historia de tú familia. De primer momento recordaste la separación de tus viejos. Tenías veintidós años. Fue en ése momento en el que decidiste irte a vivir sola. Hacía tiempo que necesitabas tu espacio, y las peleas constantes entre tu papá y tu mamá no eran de gran ayuda. Sabías que en el fondo de sus corazones se amaban con locura, pero una crisis económica los desestabilizó. La guita no llegaba a fin de mes: tu vieja ama de casa no entendía cómo tu viejo –empleado de una empresa extranjera– no ganaba más plata. Entonces claro, se les vino la malaria. Se sucumbieron en la negrura misma y por la salud mental de sus dos hijas, tomaron distancia. Distancia ésta que se construyó a base de llanto y dolor. Se extrañaban con necesidad y se querían para siempre.

-¿Y tu hermana, Mariana? ¿Qué papel tenía ella en todo éso? –te interrumpió la terapeuta. Y aunque éste era un tema que ya estaba súper tratado, siempre se volvía a las raíces.

Y Micaela tenía tan solo quince años. Había terminado de bailar el vals con
tu viejo, para después sufrir la separación… la batalla, la guerra que se había desatado en tu casa. Y no sólo éso, sino que también sufrió y lloró tu ida. Vos necesitabas renovar el aire cuando ella se ahogaba en las cuatro paredes repletas de fotos de su habitación.

-Que yo no viva con vos no significa que no puedas venir a verme las veces
que quieras, Mica –le habías dicho una tarde lluviosa de abril, tras su actitud de no hablarte.

-No es igual, Mariana –y que te llamara por tu nombre completo te hacía sonreír el corazón: tu pioja estaba completamente enojada con vos.

-Mica, escuchame… yo sé que es difícil para vos… también lo es para mí… para papá y para mamá… pero vas a ver que ésta nube negra se va a ir y todo va a estar bien… del negro siempre se vuelve al blanco.

-Vos porque no vivís acá –te echó en cara– para vos es muy fácil… vos venís de visita… no escuchás nada de lo que pasa… no te enterás de nada –y para ésa altura ya estaba lagrimeando.

-No llores, linda –y le secaste una lágrima– no me gusta verte llorar.

-Llevame con vos, Lali… por favor –y la rodeaste con tus brazos de hermana. La meciste y ésa noche te quedaste a dormir con ella.

¿Y no te la llevaste con vos? –preguntó sabiendo la respuesta– ¿por qué, Mariana?

-No lo sé… supongo que iba a sentirme invadida por ella… yo tenía claro que quería estar sola… ¿fui muy mala hermana? –y Alicia no te respondió.

El frío de julio de ése mismo año trajo aparejado un poco de alegría. Una tarde de domingo llegaste a la casa de tus viejos –o de tu vieja– con Micaela. Para sorpresa de las dos, tu papá y tu mamá veían televisión en el sillón del living. Él rodeaba con su brazo los hombros de ella, llevaban en sus caras una sonrisa inundada de felicidad. Y entendiste todo cuando viste a tu hermana echada sobre los brazos de ellos, llorando de emoción.

-Ya está, chiquita, ya está –le repetía tu papá al tiempo que acariciaba su pelo moreno.

Dos años más tarde –otro domingo de lluvia– Micaela tocó el timbre de tu departamento con valijas en mano. Y, nuevamente, entendiste todo cuando ella se acurrucó sobre tu pecho y lloró desconsoladamente. No tengo dónde ir, fueron sus palabras. Mica transitaba un camino sinuoso iluminado por la rebeldía. Malas contestaciones y malos gestos colmaron la paciencia de tu papá –aunque la de tu mamá, también–. Harta del ambiente tenso y rasposo, ella, con sus diecisiete años, preparó dos mochilas y salió de aquél departamento que la vió nacer y crecer.

-¿Y qué pasó con tus papás, Mariana? –y sus lentes rectangulares fueron a parar un poco más abajo del tabique.

-Mis papás… mis papás me vuelven loca desde hace exactamente dos meses… no sé… no sólo me siento invadida por Micaela… sino también por ellos… llaman constantemente para saber qué es de ella… ¿por qué no le preguntan directamente? –preguntaste retórica.

-¿Y qué clase de invasión sentís por parte de ellos?

-¿Sabés qué siento, Ali? Me siento Buenos Aires en mil ochocientos siete… siento que ellos son las tropas británicas… siento que mi vida, respecto a mi familia, es el T.E.G…

-En mil ochocientos seis resististe la primera invasión ¿verdad? –y te quedaste reculando. Esa primera invasión la constituía aquélla vez en que Micaela te pidió irse con vos– y en la segunda, a diferencia de Argentina… no podés resistir más… ¿por qué, Mariana? –y odiabas que te hiciera ésas preguntas a las que no tenías respuestas, todavía.

-No lo sé… me siento molesta e incómoda con todo… ya te dije: Mica es mi sol… pero a veces… no sé… es difícil la convivencia… convivo con una adolescente, como si fuera mi hija… y es hija de ellos, no mía –pensaste en voz alta.

-Ajá…

-Ellos me invaden más que ella –sacaste ésa conclusión después de cinco minutos de silencio absoluto.

-¿Y entonces?

-Y entonces… entonces… yo quiero plantar bandera blanca… no quiero más ésta guerra –y te tildaste pensando la cantidad de llamados que recibías a diario de los invasores.

-¿La invasión te llevó a otra, Mariana? –y te volteaste para mirarla: pensar tanto te confundía mucho.

-¿Qué? –exigiste tras el silencio de Alicia.

-Qué si las invasiones te llevan a otras...¿un círculo vicioso quizás? –y tuvo que seguir hablando porque te mostraste completamente desentendida– intentaste invadir una boca con dueña ¿no? –y te cayó la ficha.

-Todas las mañanas en el subte me pregunto qué será de él…

-Quizás él también esté intentado plantar bandera blanca –un minuto de silencio– seguimos la próxima, Mariana.

Avisame si te rompes por dentro
somos frágiles como corazones de insectos
abrazos de aguas y en el mismo sueño
si te mueves, yo me muevo
y en el mismo suelo nos hundimos
blanco sobre blanco.

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