Lila: preguntas y respuestas

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Y después de aquél viernes, todo un fin de semana pensando exclusivamente en Peter. Sospechabas que no se había sentido incómodo u ofendido por haber querido besarlo en plena estación de subte.
Curiosamente aquello te sorprendió, aunque a decir verdad, también te alegró. Micaela y Candela seguían a rajatabla tu historia mínima. Cualquier novedad respecto a la persona de Peter, era un condimento más a la gran ensalada que armabas cada vez que comenzabas el relato.

Martes trece y la lluvia se había hecho presente una vez más. Los noticieros de todos los canales de aire anunciaban que llovería una vez por semana. Y claro que era sumamente molesto andar bajo la lluvia una vez cada siete días, pero ¿qué más daba? El hecho de que lloviera, traía aparejado a un par de ojos verdes –que se transformaban en grises con la tormenta–.

Saliste apurada porque no querías perder el subte de las siete y treinta. Porque perderlo implicaba perder también a Peter. No poder viajar con él unas cuantas estaciones, aunque el saludo del viernes último no garantizaba que él fuera a sentarse junto a vos, a charlar, a halagarte la belleza nata. ¡Qué película habías armado en tu cabeza, Lali!

-Ch, ch –chistaron entre la multitud de gente sobre el andén de la estación Florida. Te giraste y no encontraste a nadie.

Había sido un largo día laboral. Los juzgados estaban funcionando cual máquinas y vos debías ser mágicamente rápida. El cielo no dejaba de disparar misiles de agua y tu pelo se había alborotado a sobremanera. Llevabas los párpados casi caídos y sólo deseabas que el subte llegara –y vacío, para poder sentarte–. Dos dedos te llamaron desde el hombro y cuando te volteaste una sonrisa de medio lado esperaba por vos.

-Te chisté pero no me escuchaste –dijo antes de inclinarse un poco y chocar sus labios con tu mejilla.

-¿Todo bien? –y de repente los nervios te habían traicionado: hablabas como tarada y las piernas te temblaban.

-Todo bien… ¿y vos? –y sólo pudiste responderle una vez dentro del subte, porque un grupo de gente se abalanzó haciendo presión contra tu cuerpo y el de él.

Y las estaciones transcurrieron sin que te dieras cuenta. Ibas perdida en las palabras que expulsaba su boca –ésa que no llegaste a besar–. Prestabas atención a lo que estuviera contando. Contabas la cantidad de veces que parpadeaba de estación a estación. Lo sentías inhalar y exhalar el aire caldeado del vagón.

-Te invito un café –y el tiempo se detuvo a tu alrededor. No te habías dado cuenta que él había bajado en la misma estación que vos– ¿querés? –consultó tras tu tardanza.

-Vivo con mi hermana de diecisiete años que seguramente está esperando que llegue para que le cocine –y reíste, aunque en ése momento odiaste a Micaela.

-No te preocupes, no hay problema…

-Te invito a cenar con nosotras, a mi casa –te precipitaste porque la oportunidad te pareció única. Y sintieron atractiva la idea que había surgido por accidente.

Y caminaron la misma cantidad de cuadras que el día que se conocieron.
Aquél día de lluvia en que se subió a tu paraguas –rojo y roto–. Él te propuso de seguir caminando en vez de acortar el camino en un colectivo. Y vos aceptaste –y éso que poco te gustaba caminar–. Micaela llamó alrededor de tres veces. Un mensaje de texto llegó al celular de Peter y aprovechaste ése momento para comunicarle –a través de un mensaje, también– que ibas con él. La imaginaste salticando por toda la casa y reíste para tus adentros.

-¡Mica! –la llamaste después de abrir la puerta del departamento– pasá, Peter –él y su timidez dieron un paso adelante y relojeó todo el comedor y el living también– ¿querés dejar las cosas acá? –y le señalaste un sillón individual.

-Hola –dijo tu hermana al tiempo que caminaba por el pasillo.

-Ella es Micaela, mi hermana –dijiste– y él es Peter… un amigo –y ambas debían simular porque él no sabía que cada noche era motivo de debate en tu mesa.

-Hola, Peter –ella y su desfachatez.

-Hola, Mica –y los tres largaron una risita divertida.

-¿Qué comemos hoy, Lalulain? –se hizo la chistosa y él rió por lo bajo. Ella golpeó con amor tu cola y vos te metiste dentro de la cocina– ¡caaaño! –gesticuló y sobreactuó en voz inaudible.

-¡Vení, Peter! –le gritaste al tiempo que te calzabas el delantal– me quedó un poco de pollo y puedo saltear unas verduritas ¿te va?

-Dale –y se apoyó sobre el marco de la puerta.

-¿Querés? –tu calco en miniatura le ofreció un vaso de gaseosa y él le agradeció– a mí haceme un purecito –y salió riendo de allí.

-Odia las verduras –le comentaste al único hombre que había en el departamento y ambos rieron.

La cena fue bastante amena. Descubriste que Peter tenía una hermana mayor que él: Luciana. Hacía ya varios años que vivía en Bariloche junto a su marido y su hija de casi tres años, Abril. Él tenía veintiséis y se dedicaba a la pintura. Había comenzado varias carreras universitarias, creyendo que la paleta de colores sólo era su pasatiempo preferido. Exhibió uno de sus cuadros a pedido de su profesora de dibujo y pintura y… verdaderamente era muy bueno en lo que hacía. Así decidió que la Licenciatura en Análisis de Sistemas no era lo suyo y volcó sus veintipico de años a un pincel. Vivía exactamente de éso. Daba clases en un taller al que concurrían decenas de adolescentes a los que el arte les recorría cada vena y arteria del cuerpo.

-Algún día quiero ver lo que pintás –le advertiste y ya no tenías vergüenza. Estabas descalza y comías frutillas de un pote que oficiaba como postre en ésa velada.

-Dale, sí… cuando quieras –y no pudiste notar si alguna doble intención se escurría entre sus palabras– ¿y vos?

-Yo tengo veinticuatro y vivo sola hace dos años… Mica se mudó conmigo hace un tiempito –y sorbiste agua mineral de tu vaso– como ya sabés trabajo en el Palacio de Justicia y me ascendieron al puesto de secretaria… laburo para un juez en un tribunal en lo civil –y él te oía fascinado– me restan pocas materias para recibirme…

-¿Y qué rama te gustaría? –la típica pregunta.

-En realidad quiero ser escribana… y para eso hay que recibirse primero de abogado –le comentaste y respondiste otra típica pregunta: ¿Pero para ser escribano no es necesario tener a algún familiar directo que lo sea?–hace pocos años se modificó ésa ley –respuesta corta para no generar un debate doctrinario.

Y cuando ya no existían más temas de conversación le ofreciste oír un poco de música: el flaco Spinetta coadyuvó a que Peter se quedara un rato más en tu casa, haciéndote compañía. Aprovechaste todo ése tiempo para contarle que tu mejor amiga estaba embarazada, que dentro de muy poquito tiempo nacería Camila y con ella toda la alegría y la felicidad. Él se
baboseó una vez más con Abril. Te contó cada anécdota que recordó. Se sentía triste por no tenerla todos los días con él. Poder ver a su hermana, cuñado y sobrina implicaba un largo viaje que no siempre podía hacerse. Entendiste que ésa rama de la familia era demasiado importante para Peter.

-¿Te puedo hacer una pregunta sin que te ofendas? –y habías encendido
un cigarrillo.

-Dale, decime –y sus ojos te dejaron patas para arriba.

-¿Estabas comprometido, no? –posaste tus ojos sobre su dedo anular y lo encontraste huérfano de una arandela de plata.

-Sí –respondió por inercia porque su conciente evaluaba tu conducta milimétricamente.

-¿Te jode si te pregunto por qué no lo usás más?

-Es una larga historia… pero Lila y yo ya no estamos comprometidos –y sonreíste aunque no por su respuesta: Lila era anagrama de Lali.

No quise que el tiempo se lleve la noche
que nada se lleve tu cuerpo
traías el peso de los caminos
y la fuerza de abrirlos conmigo
tu amor es lila
y en sueños ya nos dimos vida
era muy tarde en Buenos Aires
las calles se dormían.

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