Turquesa: cuatro y dieciséis

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Eran las tres de la tarde cuando saliste envuelta en tu bata de plush del baño. Como si nada fuera a suceder, entraste a tu habitación y te desnudaste frente al espejo. Cambiabas de perfil cada dos por tres para poder mirarte con mayor detenimiento. Divisaste una serie de estrías en tu panza y –ya con la bombacha y el corpiño puestos– anotaste en un block de hojas que debías ir a comprar alguna crema que te ayudara con aquello.

-Perdón… no sabía –y Peter se escondió detrás de la puerta. Rápidamente te calzaste una pollera de algodón por debajo de tu panza y una musculosa finita.

-Pasá, pasá –y lo notaste colorado de vergüenza. Hacía media hora había llegado a tu casa: tenía que hacer tiempo antes de irse al taller.

-¿Qué hacés?

-Vos mirá lo que uso ahora y lo que usaba antes –y cuánta confianza le tenías que lo hacías partícipe de tus comparaciones entre un culotte y una bombacha gigante.

-Sos una loca linda –y rió divertido.

-¿Qué necesitabas?

-Venía a buscar el libro que dejé acá, no escuché cuando saliste del baño y entraste –tomó Cien años de soledad (lo habías obligado casi a leerlo, y ahora no podía soltarlo) y se fue al futón del living.

Vos aprovechaste la oportunidad para ordenar por vigésima vez la ropa que ya tenía tu bebé. El mes anterior habían montado su habitación verde agua y los cajones del mueble blanco ya estaban repletos de ropita. Fue entonces que sentiste un líquido entre tus piernas.

-Pitt… Pitt –y tú vista sólo estaba clavada en el suelo. Levantó la suya y te miró sin entender de qué iba aquello– rom... rompí…

-¡¿Rompiste bolsa?! –y de un salto ya estaba junto a vos– quedate quietita que traigo todo… ¿estás bien?

-Sí… dale, apurate… se me va a salir –y entre tanta desesperación pudo sonreír con ternura ante tu comentario. Dejó un beso sobre tu pelo y salió disparado a la habitación de quién nacería ése día para buscar el bolso que toda futura madre ya tiene listo.

El viaje en auto te pareció una eternidad. A tan solo veinte cuadras del lugar comenzaste con contracciones. Cada tres minutos exactos una nueva te hacía arquear todo el cuerpo, con el solo fin que el dolor cesara un poco. Manejó a gran velocidad y una vez en la playa de estacionamiento del sanatorio, cargó con todo tu cuerpo pidiendo que alguien los ayudara.

-Tiene casi diez de dilatación, prepará la sala de parto –dijo tu obstetra después de hacerte tacto– quedate tranquila, Mariana… en un ratito nace –y aquello no te calmó, sino que aceleró tu corazón como a un loco.

Tenías dudas respecto a si Peter era así normalmente o aquél día había consumido heroína. Iba de aquí para allá y los ojos los llevaba abiertos de par en par. Sólo hablaba por teléfono con sus familiares y amigos -y los tuyos también-para anoticiar sobre la buena nueva. Y todo aquello lo hacía tomado de tu mano: no quería dejarte sola bajo ninguna circunstancia.

Una bata de hospital y una cofia fueron tu uniforme de mamá. Llevabas la frente sudada y antes de que te trasladaran a la sala de partos, tu hermana y tu mamá llegaron a tiempo para apretar tus manos y decirte que todo iría bien. Viste de reojo un abrazo entre Peter y su papá, junto a su mejor amigo y a tu mejor amiga también.

-Vamos a empezar, Mariana ¿sabés? –se asomó la partera– quedate tranquila, mamá… cuando sientas la contracción pujá ¿sabés? –y se perdió en el hueco que dejaban tus piernas separadas.

-Tranquila, La… todo va a estar bien ¿si? -y aunque no fuera nada tuyo, sentimentalmente hablando, entrelazó los dedos de sus manos con los tuyos y te sonrió cual marido.

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