Jade: berrinche

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-Lali… La –y zamarreaba con delicadeza tu brazo, el que caía sobre tu panza de seis flameantes meses– dale, negrita… son las doce y me pediste que te levantara a ésta hora –y aunque no podías abrir tus ojos, sentiste que se recostó sobre la cama– dale, Lalu –y hacía milquinientossiglos que no te llamaba así.

-Cinco min –pediste en un susurro.

-Ya te dí cinco min, negrita –y con tu mano le pediste que te abrazara desde atrás.

-¿Santu? –con voz rasposa.

-Está jugando en el comedor, ya almorzó –y acomodó su cara grande en el hueco que había entre tu cabeza y tu hombro– ¿hasta qué hora te quedaste?

-Cuatro –y ni bien despierta no podías esbozar más de tres palabras seguidas. Sentías que las ojeras eran surcos que se había dibujado perfectamente debajo de tus ojos, lo que comprobaste un ratito después.

-¿Querés que te traiga las cosas acá o vas a leer al comedor? –ésa misma tarde, a las seis, rendías un examen final para recibirte de escribana.

-Me ducho y voy para allá –imprimió dos o tres besos en tu mejilla y salió de la habitación.

Vos y tu panza se levantaron de la cama con fastidio y se metieron bajo el agua caliente que contrarrestaba los días fríos de mediados de junio. A diferencia de la mañana en que rendiste tu último final de Abogacía, no te sentías nerviosa. Lo cierto es que habías atravesado situaciones de todos los estilos a lo largo de tus veintipico. El momento en el que mayor nervios experimentaste fue el nacimiento de Santino: no sabías qué hacer ni cómo se hacía aquello cuando un grupo de médico te gritaba desde tus piernas.

-Mostrale a mamá el dibujo que le hicimos –y Peter era más artista que ser humano. Santu se bajó atolondrado del sillón y corrió a vos con un papel entre sus manos. No podías agacharte por la gran panza, por lo que Pitt lo aupó para dejarlo a tu altura.

-Qué lindo, lechón. Me encanta –y pusiste trompita para ganarte un piquito de tu hijo– gracias, amor –y otro beso más, pero ésta vez del más grande.

-¿Nerviosa?

-¿Erviosa? –y Santino copiaba todo lo de su padre.

-Más o menos –y te sentaste sobre la mesa para almorzar algo, así después leías una vez más tus apuntes y te ibas a rendir.

-¿Cómo le va a ir a mamá? –preguntó Peter y Santi corrió desde su habitación (porque Pitt había formulado la pregunta casi en un grito) con el fin de posicionarse entre tus piernas levemente abiertas.

-¡Bien! –y elevó sus dos bracitos blanquitos y achinó sus ojos: claramente Peter lo había entrenado casi toda la mañana para ello.

-Un día te voy a morfar y chau Santu –canturreaste y como no pudiste alzarlo, Pitt se encargó de acercártelo para que lo besaras mucho.

No habías anoticiado a mucha gente respecto a lo que sucedería ésa tarde. No tenías ánimos como para que un grupo de gente se dispusiera a manchar tu cuerpo con huevos y harinas: además la panza no lo permitía. Cinco y media Peter y Santino te dejaron dentro de la facultad, para después sentarse en la confitería de la esquina y esperar por vos –o ustedes. Porque la panzota (como Pitt se había acostumbrado a llamarla) evidenciabaque ya no eras una, sino dos–.

Fue casi una hora y media más tarde que saliste del aula donde rendías el examen y tu marido y tu hijo esperaban por vos. Tu sonrisa fue el puntapié para que Santino corriera a vos –desde hacía un par de meses se la pasaba corriendo– y Peter caminara de forma pausada para abrazarte. Te felicito, negrita, susurró sobre tus labios. Santu aplaudió con sus manitos chiquitas. Casi todos los familiares que esperaban por los demás que rendían suspiraron y rieron por lo gracioso que era ése enano que te mataba de amor a diario –sobretodo cuando dormía en pañales–.

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