Azul marino: de a dos

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-Levantante, negrita, dale –casi gritaba en
tu oído.

-Esperá un poquito, Peter, esperá –y te envolviste en un conjunto de sábanas, frazadas y acolchados.

-No, Lali. Llevo media hora llamándote... nos tenemos que ir –en efecto, roncaste–no, no, no… Mariana, no te duermas...¡dale!

-Dame cinco minutitos –murmuraste.

-Hace treinta que llevás diciéndome lo mismo… dale, Lali… no me pongas fastidioso –y oyó la risita que largaste–¡ah, estás viva hoy! –entonces buscó tu pie por debajo de aquél conjunto de telas y tiró de vos hacia abajo.

-¡Juan Pedro! –gritaste histérica pero ahogándote en tu propia risa.

-Dale, Mariana. Te levantás –entonces cargó con tu cuerpo y te llevó a cuestas hacia el comedor– dale, tomá el café así te cambiás y nos vamos –pero hiciste caso omiso y corriste al corralito en el que Santino jugaba, descalzo (como el padre). Te metiste dentro y te acostaste sobre ése colchoncito junto a él.

-Vení, dormí un poquito con mamá –le susurraste cuando Peter no podía oírte.

-¿La… pongo éste abriguito en el bolso del lechón por si…? –y llegó hasta el comedor y los vió– ¡Mariana! –gritó y corrió hacia el corralito– ¡Dale, Mariana, dale! –sus gritos hicieron que Santi pusiera puchero y llorara.

-¿Qué querés, hijo? Tenés un papá malo que nos grita –y te abrazaste al chiquito.

-Primero que a él no le grité, te grité a vos. Segundo te pedí que desayunaras y te viniste a dormir al corralito del nene –espetó enojado: odiaba la impuntualidad.

-¿Por qué no te relajás y venís acá adentro a mimarnos un rato? –y todo lo
decías enredada en el cuerpito de tu hijo.

-Primero porque no entro: estás despatarrada ahí cual lechona con su lechoncito. Segundo que estamos llegando tarde al cumpleaños de mi vieja –y caminó hasta la mesa del comedor.

-¡Andá con tu mamita, pollerudo! –y le lanzaste una pelota azul marino de plástico con la que jugaba tu hijo. Tenías buena puntería y le pegó justo en la pantorrilla.

El poquito rato que estuviste jugueteando con Santino, lo imaginaste a Peter tan chiquito como él. Siempre lo imaginaste pollerudo al cien por cien: escondiéndose entre las piernas de su mamá cuando sentía vergüenza de algún chiste que le hicieran. Reclamando dos brazos de mujer y el hueco entre el cuello y el hombro para respirar tranquilo. Lo imaginaste llorando a mares cuando los sábados su mamá salía de paseo con sus amigas y su papá quedaba a cargo de el –léase: encargado de Luciana y Juan Pedro–. Ya te habían dicho que de chiquito era rubio y cachetón, pero aún así te permitiste imaginarlo con mejillas rosadas y una pelota de San Lorenzo bajo el brazo. Lo imaginaste contándole a su mamá porqué tenía ése raspón en la rodilla: quizás era torpe y se había tropezado y golpeado con una piedra, quizás un gato lo había arañado, quizás se había trepado al árbol de la casa del Tigre y se había caído.

-¿Te tengo que vestir como a Santi? –preguntó irónico cuando te encontró de pie frente al espejo en bombacha y corpiño.

-¿Y si mejor me desvestís? –y qué voz sexy habías puesto.

-No me provoques que sabés que no podemos hacer nada porque el nene está despierto y además estamos llegando tarde –canturreó amenazante.

-¿Preferís el cumpleaños de tu vieja antes que mi propuesta? ¡Qué bien, eh! –y te fingiste ofendida para lograr justamente lo que pasó: que se enredara en tu cintura y te comiera a besos durante dos minutos y medio.

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