Multicolor: epílogos míos

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¿Qué decir de aquélla mañana de Septiembre? ¿Por dónde empezar a narrarla? ¿Qué detalles contar y cuáles no? Si había algo que Peter y vos tuvieron siempre en común fue la pacificidad a la hora de hacer una elección de vida. Cierto que la vorágine del día a día era fatídica. Cierto que te agotaba la locura de los abogados –y los escribanos también–. Justamente te habías inclinado a estudiar ésa última carrera para no tener que vivir subsumida en un mar de problemáticas. Y Peter era artista. Sí, artista. Con sólo un pincel y una paleta de colores, el tipo te creaba la mejor obra antes vista.

Ella decide cuando es de día
ella maneja el sol
anda pintando toda la casa
con trozos de crayón

-Buenos días –y te desperezaste sobre una pared. Soltaste una risita divertida al recordar cómo Micaela hacía lo mismo sobre la arcada del pasillo de tu departamento.

-Hola, ma –Santino con sus cinco años y su jardinero de jean.

-¡Mami! –Allegra con sus casi tres años y su enterito rojo.

-Hola, negrita –Peter y un rodillo en mano.

-¿Por qué empiezan sin mi? –y cruzaste tus brazos por encima del pecho. Espetaste una mueca de enojo total y enarcaste una ceja– ¿Qué les pasa a los Lanzani que me dejan afuera de todo? –al tiempo que tu pie derecho pegaba contra el piso esperando una respuesta

-Pero qué mamá enojona que tenemos, che –y Peter chasqueó la lengua– explíquenle por qué empezamos sin ella.

-Nos levantamos temprano y como vos seguías durmiendo nos fuimos con papá a comprar la pintura –Santi y su poder de síntesis. Subió un hombro y revolvió dentro de un tacho la pintura blanca.

-¿Y a nadie se le ocurrió despertarme?

-Explicale, Alle –y otro chasquido de lengua con total indignación.

-Te llamamos… y nada –claramente te zamarrearon bastante tiempo. Pero tus cinco más, porfa eran interminables.

-¿Alguna otra explicación necesitás, Espósito?

-No, Lanzani. Gracias –y te metiste en aquélla cocina en la que rebalsaban cajas y cajitas. La cafetera estaba repleta de aquélla consistencia negra, caliente y amarga. Tu camisolín rozaba tu medio muslo y una brisa chocaba contra tus piernas. Te giraste un poco y te agachaste a buscar entre las cajas un frasco de cerámica que contuviera azúcar. Vos sabías que estabas siendo observada detenidamente, por lo que, al tiempo que revolvías el café ya dulce, frotabas uno de tus pies contra el otro. Sabías que le gustaba verte así y eras tan estratega… re estratega.

-Mmm… –y su cara ya se había hundido en la intersección de tu cuello y hombro. Sus manos se amarraban a la planicie de tu vientre y todo su pecho se había pegado a tu espalda– sos tan sexy cuando recién te levantás –y aspiró el perfume de tu piel– y cómo me gustaría hacer el amor ahora mismo, acá –y su lengua garabateó tu cuello.

-No te pases de la raya. Tus dos hijos están a menos de dos metros… despiertos –y sonreíste porque su tacto te provocaba cosquillas y porque ya sabías en qué estado se encontraba él: hambriento de ganas.

-Vos me provocás –escupió y su dedo índice trazó una línea vertical a lo largo de tu torso: desde el cuello hasta abajo. Y cuando quisiste darte vuelta para enredarte en él, el muy estratega se había hecho humo de la cocina. Gruñiste y pusiste mala cara, pero la voz de tu hijo te sacó de los pensamientos.

-Mirá lo que nos hizo papá, mami –y entró a la cocina con un gorrito hecho con diario: era un gorrito de pintor– mostrale, Alle –y ella toda vergonzosa con su chupete puesto en la boca y su pelito lacio peinado en una colita alta repleta de hebillas multicolores, entró y se paró al lado de su hermano.

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