Salmón: vaya uno a saber

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-Hola, Pitt –y él se mostraba nervioso, cambiando de brazo a Santi cada dos por tres– yo… perdoname que vine así, ya sé que me habías dicho que no viniera a tu casa… pero es que necesito hablar con vos… ¿puede ser? –y tartamudeaba un poco porque no podía despegar sus ojos del cuerpito y la carita de tu hijo. Cuando caíste a la realidad, te detuviste en su frase: me habías dicho que…

-Esperame que me pongo una campera y salimos a la puerta –y entre cada palabra la miraba a ella y te miraba a vos. Te habías quedado atónita y no entendías nada.

-No. Quédense acá, yo salgo con Santi –caminaste dos o tres pasos y sentiste que ella te miraba: llevabas puesta una musculosa y un culotte, nada más.
-No, La… quedat…

-No. Me voy con Santi –sentenciaste y lo arrancaste de sus brazos con fuerza. Te metiste dentro del dormitorio de tu hijo y armaste un bolsito con ropa, chupetes, mamadera y todo lo demás. Involuntariamente los ojos se te anegaron de lágrimas y él comenzó a llorar también– no me llores, lechón… no pasa nada –y entre cada palabra un beso en su mejilla o naricita.

-La, escuchame… –Peter había entrado al dormitorio y había cerrado la puerta.

-No. No te voy a escuchar –y cuando pasaste por al lado de su cuerpo, te detuvo por el brazo– no me digas nada, Peter… no tenés que decirme nada. Hablá con ella de lo que quieras, no me importa…

-Sí que importa –te interrumpió– estás pensando cualquier cosa, negra… calmate un poco, dejame explicarte y después si querés irte, andate.

-No quiero escucharte ni una sola palabra ¿lo entendés? –y te soltaste de su mano– no me jodas, Peter.

-Decime a dónde te vas por lo menos –lo miraste haciéndole saber lo poco que le importaba dónde ibas a estar– te estás yendo con el nene, Lali.

-A lo de mi vieja –entonces él no te dejó salir. Tomó la carita de Santi entre sus manos y lo besó repetidas veces.

-Chau, mi lechón. Después te veo –y un beso más– hey, negrita –pero su facilidad de palabras no surtieron el efecto de siempre: saliste de allí casi sin saludar a Lila. El perfume de tu vestido color salmón perduró allí dentro, incluso cuando cerraste la puerta con fuerza.

Noviembre te había dado momentos buenos, pero te estaba arrebatando lo más importante. Manejabas el cochecito de Santi con fuerza –al punto de engancharse las ruedas delanteras con alguna baldosa floja– y maldecías vivir en Noviembre. Entendiste que llorabas porque estabas absolutamente enamorada de Peter… y él… él no había hecho las cosas bien. ¿Qué era eso de que Lila se presentaba en tu departamento buscándolo desesperada y haciendo mención de algún encuentro previo? ¿Qué había pasado con él o con vos para que pasaran ése tipo de cosas? Muchas preguntas y pocas respuestas.

-¡Cuánto tiempo! –canturreó Gastón al verte. Gastón: el barmanterapeuta.

-Algo fuerte, Gas –y no se sorprendió, él no sabía nada de vos desde hacía mucho tiempo (léase: la última vez que volcaste en un vaso de alcohol todo tu revisionismo histórico).

-¡Qué carita que tenés, petisa! –y agitó magistralmente una coctelera y llenó tu cubículo de bebida blanca– Contame –y antes de poner primera, cambiaste tu celular a vibrador: habías dejado a tu hijo bajo el cuidado de tus viejos sin explicación alguna. Nadie te iba a necesitar para nada.

-¿Te acordás del pibe del subte? –y aunque estaba recibiendo una serie de comandas para armar tragos, prestó atención a tus palabras –bueno, tenemos un hijo de ocho meses… Santino se llama –y te miró con rareza: no era lógico que una madre se someta a un bar oscuro–tuvimos algo que se terminó porque él quiso volver con la ex. Ahí me entero que estoy embarazada. Nace el nene y empezamos a tener algo por segunda vez. Hoy hacemos el amor dos veces –sí, no te importaba nada– y a las diez de la noche cae la ex diciendo que sabía que no tenía que ir hasta nuestra casa, pero que necesitaba hablar con él.

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