Azulado: (in)justicia

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Seis y cuarto de un Martes lluvioso. Hacía ya un tiempo que programabas el despertador media hora antes de lo debido: estabas embarazada y te querías dar el lujo de poder remolonear en la cama un rato más. Pero… como no tenías un novio que te despertara con besos en el brazo y al que le pudieras pedir cinco más, lo hacías con vos misma. Si algo habías entendido en todo este trayecto, era que si no te mimabas vos, no lo haría nadie. Y cuando una está embarazada -creo yo- lo que más quiere es sentirse cuidada y querida.

Peculiarmente ésa madrugada no habías dormido bien. Hacía ya cinco semanas que un matrimonio –supusiste, porque nunca te tocaron el timbre para mostrarte la libreta roja– se había mudado al piso de arriba. Te rompías la cabeza para saber cuál era la profesión de ella: las horas que pasaba dentro del departamento, lo hacía en tacos. Ésos que resonaban contra el piso –plastificado, volviste a suponer– de madera. La noche anterior había sido caótica. Se ve que ella había llegado tarde –te preguntaste qué se entiende por tarde– y él había montado una escenita donde los celos y el enojo eran el único elenco. Un golpe sordo astilló el piso y saltaste de la cama, casi literalmente. Y como eras de esas mujeres cuya mente se autodefinía aventurera desde el nacimiento, no te dormiste para oír la discusión. Y cabe destacar semejante detalle: no es que te quedaste a oscuras oyendo, sino que te metiste en la heladera para cortar una porción de torta –ésa que había hecho tu vieja dos días antes– y te llevaste el plato, la cuchara y un vaso de gaseosa a la cama. Encendiste ambos veladores y agudizaste el oído lo más que pudiste.

La mina era sumamente liberal. Y cada lunes cenaba con sus amigas del secundario. Él era celoso por naturaleza y a regañadientes aceptaba el trato que le había ofrecido ella: él jueves a la noche, ella lunes en el mismo horario. Pero ella se excedió en cumplir a rajatabla el acuerdo: las cuatro de la mañana no eran horas de llegar –ahí fue cuando entendiste lo que significaba tarde–. Cierto que esa discusión se podría haber solucionado de mil maneras posibles. Pero ella era estratega, súper estratega. Era canchera y lo tenía metido en un bolsillo. ¿Cómo fue que de revolear una silla –no tenías certezas de que hubiera sido una silla– pasaron a golpear sus cuerpos contra los modulares (o paredes, qué más da)? ¿Cómo fue que el frenético enojo de él se convirtió en un gemido de ella? ¡Che! ¡Son las cinco menos veinticinco de la madrugada! ¡No da! No es que no dé tener sexo a ésa hora… no dá hacerlo, cuando tu vecina de abajo está embarazada y el padre de su hijo o hija no la quiere. No dá qué ellos disfruten mientras vos querés lanzarte por el balcón. No dá que ella se retuerza de placer y vos de angustia.

Sumamente ofendida con la desubicada de tu vecina, te la agarraste con el plato y la cuchara: de primer momento te pareció infantil golpear uno contra otro –no daba ser tan corta mambo–. Entonces decretaste que no los lavarías hasta que ella –la de arriba– no dejara de disfrutar. Primera injusticia del día.

Mientras mordías el cepillo de dientes –e intentabas que la espuma del dentífrico no chorreara por tu pera–, buscabas ropa dentro del armario. Otro nuevo día laboral y los botones del pantalón no te abrochaban porque tu panza ya se notaba un poco. Y el tiempo no te daba para irte de shopping a buscar ofertas para una embarazada. Entonces la lamparita se encendió: Mica siempre fue más caderona que vos y una pollera de color azulado con elástico de ella fueron la solución –ésa que había olvidado y nunca reclamado–. Desayunaste la torta de ésa misma madrugada y te pintaste: hubieses querido tener a ése hombre que te abrazara desde atrás y te dijera que estando en ésa situación –la de embarazo– no necesitabas ni una gota de tapa ojeras, que vos eras radiante de cualquier forma. Pero no… no lo tenías. Entonces un litro y medio de rimel fueron a parar a tus pestañas y la línea del párpado la hiciste más gruesa que de costumbre. Querías resaltar y que alguien lo notara. ¿Pero quién? Segunda injusticia en menos de… dos horas, Lali.

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