Café: antifaz

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Es odioso cuando el agua resbala tan rápido por el cuerpo que hace que un poco de shampoo vaya a parar a tu ojo. Es horrible porque claramente tendés a cerrarlo con mucha fuerza esperando que por arte de magia –o por la fuerza– salga esa espuma de tu lagrimal. Y como te dá miedo abrir el ojo porque sabés que un ardor y picazón –los dos– te van a atacar al punto de creer que perdés el noventaynuevecomanueve porciento de visibilidad, abrís un poco la cortina del baño para manotear la toalla y refregarte el ojo con fuerza. Eso me pasa siempre, siempre. Eso te pasó la mañana de tu cumpleaños número veintiocho.

La casa permanecía en una quietud insoportablemente molesta y no había nada mejor que tomarse el tiempo para uno mismo. Ya no era necesario que alguien te despertara con un desayuno deputamadre o que tus dos hijos quisieran saltar sobre tu cama al son del cumpleaños feliz –lo que técnicamente era imposible dado a que Allegra no caminaba, menos saltaba–.

Enrollaste tu dedo índice en la toalla verde manzana y lo hincaste en el medio de tu ojo: una vuelta para acá, otra vuelta para allá. Cuando el shampoo se evaporó en el aire, sentías que el ojo te latía con fuerza, cual corazón de adolescente teniendo su primera vez. Entonces no pensaste nada mejor que dejar su cabeza bajo la ducha y que el agua tibia suavizara el ardor –y dolor: porque te habías dado con todo–.

Antes que pudieras cerrar las canillas, dos manos se asomaron y fueron a parar a tus curvas. Egoísta que no querés empezar tu cumple conmigo. Voz espesa, densa y rasposa. Ésa era la voz de Peter en cada despertar. Entonces no te dio vuelta para tenerte de frente: si había algo que lo caracterizaba era la poca previsibilidad a la hora de actuar. Nunca sabías con qué podía salirse. Y en ése juego, vos sólo ocupabas el lugar de dejarse llevar hasta donde él quisiera y de la forma que más le gustara –porque a vos también te gustaba–. Algunos de sus dedos garabatearon lo largo de tu espalda y cerraste un ojo instantáneamente –el otro estaba cerrado desde el momento mismo en que el shampoo osó meterse en él–. Como siempre dije, vos y él se entendían mejor con los besos –o a los besos–. Entonces su boca no tardó mucho en pegarse a tu nuca, mientras sus dos manos recorrían tus brazos. Feliz…, no pudo terminar
.
-¿Qué te pasó, amor? –te había girado para tenerte de frente.

-¿Qué? –estabas aturdida.

-¿Qué tenés en el ojo, Lali?

-¿Qué? ¿Qué tengo? –y como no respondió intentaste correr dentro de la bañadera hasta llegar al espejo del tocador– ¡Ay, por Dios! –un grito ahogado: bañarse sola, shampoo rebelde, agua que corre rápido, fuerza de párpados, dedo enrollado en una toalla verde manzana, presión en el ojo. Toda esa sumatoria da como resultado un ojo monumentalmente hinchado y magistralmente rojo.

-¿Qué te pasó? –él ya se había anudado un toallón a la cintura e intentaba anudar uno a todo tu cuerpo– no te toques que es peor, negra.

-Es éste shampoo que compré. Me entró en el ojo y mirá cómo me dejó –casi no podías abrirlo y el otro goteaba lágrimas de impotencia.

-Vení, vamos a ponerte un poco de hielo –entonces te agarró de la mano y se vistieron dentro del cuarto. Te llevó a la cocina (otra vez de la mano) y te hizo sentar en una de las banquetas. Una servilleta de tela envolvía tres cubitos, los que fueron a parar a tu ojo.

-Despacito –no querías gritarle, pero te hacía doler.

-Sostenetelo ahí –y te indicó dónde estaba más hinchada la zona.

-¿Qué más me va a pasar hoy? –bufaste notablemente. Eran de esos días en que hubieras preferido seguir de largo y despertar la mañana siguiente: no importaba que fuera tú cumple.

-Ahora se te va a deshinchar, La. Tené paciencia –se había sentado en una banqueta frente a vos: sus piernas estaban en el hueco de las tuyas– feliz cumple –y sonreíste un poco– ¿te puedo dar un beso o me vas a morder un brazo?

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