9. El poder de la información

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Sentir sus botas hundiéndose un poco en la arena y notando algo del agua congelada fue toda una experiencia para Mérida, después de tantas horas notando el vaivén de las olas, y nada agradable. Sintió nauseas casi al instante, pero pudo aguantarlas. Es más, se le pasaron cuando levantó la mirada hacia quien les había llamado.

—Soy Arne Gunnarsson, consejero de los jarls de Orkneyjar desde hace veinte años —se presentó. Aquel nórdico debía de medir dos metros, ¡era enorme! Llevaba la melena oscura suelta, con algunas agrupaciones de canas, y una barba que seguro que nunca se había atrevido a cortar, porque le llegaba casi al pecho y estaba bien recogida con joyas en dos trenzas. Pasaba ya los cincuenta años, creía Mérida—. El jarl Sigurd quiere saber quiénes sois y qué hacéis en su asentamiento principal. ¿Y bien?

Muy educado en palabras, muy fácil de entender para Mérida, pero el consejero echó andar en cuanto hubo acabado de hablar. Había tenido tiempo de darles un repaso con la mirada a los cuatro mientras, supuso la princesa, repetía la sudada presentación de los últimos veinte años.

—Soy Egil Odegaard, escaldo. Me acompaña Mérida, una escocesa del norte que rescaté de la muerte hace dos noches. —La princesa no tuvo ningún reparo a no parecer alguien de estatus, estando a la sombra de esa mole nórdica.

—Ástrid Hofferson, y este es Patán Mocoso. —La cara del tal Arne fue un poema al escuchar el nombre de Mocoso, porque hasta se giró a repasarle de nuevo—. Nosotros y el resto de la tripulación somos de Islandia.

—Bien.

Arne siguió andando en silencio. Mérida tuvo tiempo de darse cuenta de que la flota del jarl seguía más allá de la bahía, pues no cabían todos allí. Debía de haber seis, todos largos. Uno de ellos era algo más alto y destacaba por algo que debería haber visto mucho antes.

—¿Es ése? —preguntó en gaélico a Egil.

El escaldo asintió. Los dos miraban el que Mérida dedujo que era el drakkar del jarl Sigurd. Un barco largo, más del doble de largo que el de Ástrid, delgado y oscuro, con una proa muy realzada y rematada con una cabeza de dragón de madera, con la boca y los ojos abiertos y amenazantes. De noche no se distinguiría de ningún otro, y hasta que no le daba el sol no se vería su color más oscuro.

Sólo verlo ya daba la sensación de que era rápido y mortífero.

No era difícil ver el palacio. Estaba a dos casas de distancia de la playa misma. Sólo había que andar un minuto y ya estaban allí. El pueblo estaba en una zona llana, y la bahía era suave y hacía una curva agradable, rematada tanto a norte y sur por unos acantilados, lo que convertía el asentamiento en una zona fácil de defender. Un poco más atrás había visto una ensenada, la desembocadura de un riachuelo que se hundía en la tierra y formaba un pequeño cañón. Agua dulce garantizada.

Mérida pensó que vería a Garfios al alrededor del palacio, pero no era así. Ahí había casas, bastante grandes todas, algunas apretadas y otras espaciadas, y dejando espacio para el palacio, pero rodeaban el mismo y no se podía ver al dragón por lo altas que eran algunas. Eso si estaba cerca siquiera.

Dos guardias apostados en la entrada del palacio dieron un buen repaso a los viajeros, aunque parecía su día a día. Arne les saludó, e hizo pasar a los invitados sin dilación por aquella puerta de madera inmensa.

Dentro, el palacio le resultó a Mérida como el salón de su castillo, pero más estrecho, con una sola gran mesa alargada que cruzaba una estancia con la misma forma. En un lateral, había más habitaciones cerradas por sendas puertas de madera. En general, pese a tanta piedra, parecía un acogedor hogar con un buen techo de madera.

Más allá del Mar Sin Sol [Mérida x Ástrid - Brave/Cómo Entrenar a tu Dragón]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora