Capítulo 01

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Tamborileé mis dedos contra el asiento frente a mí, siguiendo la melodía que sonaba por los altavoces del autobús. Había sido escrita por un gran músico de la vieja era, . Piano era su nombre antes de la Gran Guerra, ahora simplemente se lo denominaba instrumento musical sin distinción por su uso o sonido.

Siempre me había preguntado por qué la monarquía estaba tan obsesionada con cambiar rotundamente la denominación de todo lo que nos rodeaba y muy difícilmente había conseguido una respuesta que me satisficiere a lo largo de mis años de adolescencia.

Es sencillo, Nisa –comentó mi padre cuando se lo pregunté una tarde luego de llegar de mis clases en el Centro de Educación Media, a mis doce años- luego de la Gran Guerra se creó un nuevo idioma, una combinación del chino mandarín, el francés y el español; palabras que parecían tener mucho sentido en ese entonces así como una utilidad importante, ya no lo tienen como forma de modificar la horrible historia de esos años. Es un nuevo comienzo.

Sigue sin entrarme, pa –protesté, con el ceño fruncido a más no poder, odiaba que las cosas no tuvieran una explicación lógica, y esa sin duda no me gustaba-.

Y seguirá así, palomita –sonrió mi padre mientras alisaba mi ceño fruncido con su dedo pulgar-. Tu mente nunca aceptará nada que no esté revelado en un libro de historia.

Y vaya que tenía razón. Me era sumamente sencillo entender el origen de la Gran Guerra, el cambio de moneda, la nueva estructura social instaurada por los Wang en el año uno de la nueva era e inclusive la magnetización de los continentes para volver a formas uno solo, Pangea, simplemente porque estaba en un libro de historia pero a ningún historiador le pareció demasiado importante estudiar y explicar el por qué del nuevo idioma, y allí estaba nueve años después de esa conversación aún sin tener una explicación coherente.

Solté un pequeño suspiro y me erguí dispuesta a seguir con mi rutina y cansada de enredarme con temas tan banales como el idioma. Es así y punto, me dije mientras presionaba la campana indicando mi parada.

Bajé del autobús, esbozando una sonrisa, ese había sido mi último día de clases y al día siguiente sería finalmente una historiadora de verdad, nada podría machacar mi buen humor y mucho menos un tema sin importancia. Has trabajado muy duro, me dije y caminé emocionada con destino al Centro de Salud donde mi madre me esperaba para realizar, lo que los pangeanos denominaban, mi labor social.

A los trece años, luego de evaluar mi conducta y de realizar miles de encuestas para definir mi perfil psicológico, los nobles encargados del pueblo decidieron que mi mejor labor social sería ayudar a mi madre con su trabajo, el cuidado de los ancianos y bebés. Aún recuerdo la ceremonia, cientos de jóvenes de mi edad sentados frente a un escenario con cara de pánico y manos inquietas devanándose los sesos por saber cuál era su destino en nuestra Nación.

Sin embargo, conmigo se equivocaron. A los quince años decidí que mi futuro no estaba en ser enfermera, como mamá, sino historiadora como mi padre. Envié una solicitud al Centro de Labor Social pidiendo un cambio y luego de un año de contemplación y evaluación de mi situación, lo único que supieron darme fue más tarea. Desde entonces se me asignaron dos prácticas, a la mañana antes de asistir a mis clases de historia debía ir con papá para trabajar en la Sede Central de la Fundación de Ayman donde se suponía que debía digitalizar viejos escritos –aunque solía ayudar más a mi padre en su trabajo: la investigación-, y por las tardes ir a mi trabajo de asistente de enfermería.

Una chulada, lo había llamado mi vecina Pía y mi única "amiga" cuando me preguntó por qué nunca estaba en casa. Pía solía usar lenguaje vulgar para hablar dado que según ella era lo que se usaba en Pangea entre los jóvenes de nuestra edad pero nunca había oído a nadie hablar como ella, supose que la hacía sentir especial.

EntropíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora