Capítulo 09

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Como era de esperar, la habitación de la princesa era algo fuera de lo común pero no lo que se podía predecir. Si pudiese haber descripto luego de tantos años de estudio como suponía que debería ser la vida del humano en la naturaleza sería algo similar a ese espacio pero en dimensiones kilométricas.

La distribución de ambientes era idéntica a la de mis aposentos pese a ello la decoración era todo lo contrario. Las paredes eran pantallas mostrando imágenes de un bosque desaparecido hace siglos exceptuando una la cual era de roca caliza, sobre la misma en determinados lugares descansaban enredaderas las cuales se extendían por la escalera como si los escalones fueran producto de la naturaleza. En la planta baja había dos sillones medianos de cuero sintético color marrón similar al color de los troncos de los pinos, una pequeña mesa de madera oscura y plantas por doquier; en el rincón donde poseía una biblioteca, ella, en cambio, tenía un pequeño laboratorio con objetos de cristal cuyo nombre desconocía por completo. El piso superior no era visible desde donde me encontraba pero imaginaba algo muy similar a lo que tenía frente a mis ojos. La luz provenía de burbujas flotantes sostenidas por un delgado hilo transparente que iluminaban la habitación con un cálido color amarillo, cerrando el aspecto natural de toda la habitación.

Sin embargo, mi estadía en el cuarto de Demetria no duró más de unos pocos minutos ya que el microordenador conectado a mi pulsera de plata titilo avisando la llegada de una notificación. La misma era una invitación real a la inauguración de la nave firmada por la reina Mei.

—Es una cena formal –me informó Demetria, conociendo el contenido de la invitación.

—¿Y eso qué significa?

—Debes usar un vestido de gala.

Media hora después me encontraba frente al espejo de mi habitación enfundada en un largo vestido blanco sin mangas, escote corazón esbozando una mueca de incomodidad. El atuendo caía en cascada sobre mi cuerpo ajustándose en la cintura dándome un aspecto de ensueño que nunca antes hubiese podido conseguir. El corpiño se encontraba delicadamente bordado con pequeños cristales así como también con piezas plateadas de metal. Rehusándome a colocarme los zapatos zancos, me coloqué unos simples zapatos bajos que la falda del vestido se encargaba de cubrir.

Dejé mi cabello suelto puesto que nunca había podido dominarlo lo suficiente como para permitirme lucir un peinado elegante mucho menos cuando carecía de ayuda y tiempo suficiente para hacerlo. Coloqué pendientes en mis lóbulos y agradecí que el maquillaje se adaptara a la situación tal como Zeta lo había prometido.

Me alejé del espejo rápidamente, no soportando un segundo más de ver mi reflejo. Pese a verme mejor que en mi vida entera, me sentía como un animal en exhibición. Un solo paso en falso y mi plan podría irse por la borda sin detenerse a decir adiós.

El color del vestido combinaba a la perfección con mi pulsera, como si el mismo hubiese sido pensado sólo para mí. No lo dudaba. Podría tratarse de otro recordatorio más de mi origen y de dónde pertenecía. No bastaba con mis ojos –verde y azul-, con mi labor o la pulsera, se necesitaba el vestido para terminar de ponerme en mi lugar.

Todos los habitantes de Pangea llevábamos, por decreto Wang, una pulsera de metal precioso que se utilizaba para esconder un microordenador. De esta manera nos podíamos comunicar entre nosotros sin necesidad de llevar algún tipo de teléfono como en la antigüedad, así como también servía para buscar en la Internet y recordarnos nuestras tareas diarias. No solo brindaba comodidad sino también servía para distinguirnos. Como una señal de su poderío, cada clase portaba un material distinto. Clase obrera: bronce; clase médium: plata; clase noble: oro; monarquía: diamante.

Realicé mi camino hacia al comedor con anterioridad al horario previsto, prefería ser la primera en llegar de forma tal de evitar las miradas inquisidoras de la gente. Frente a las puertas automáticas de cristal se encontraba un hombre, cuya edad seguramente se encontraba al borde de los cuarenta y que poseía profundos ojos de color negro. En sus manos, una pantalla táctil donde entendí poseía el nombre de los pasajeros así como también su lugar en el comedor.

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