Capítulo 18

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Me retiré del recinto poco después de que Perseo lo hiciera dándole su espacio. Si bien entrenábamos juntos y me ayudaba a descubrir cómo ayudar a mi padre y a Pangea, no éramos en definición amigos y no quería ir tras sus pasos como un niño que busca llamar la atención.

Lo prefería de esa manera, estar cerca de él por mucho tiempo me confundía, producía en mi interior sensaciones que nunca antes había experimentado y lograba poner cada terminación nerviosa de mi cuerpo en alerta. Necesitaba mantenerme enfocada para lograr mi cometido incluso si eso significaba aislarme en determinados momentos.

Demetria debía someterse a entrenamiento castigo como consecuencia de haber superado el tiempo máximo en la prueba. De hecho, al salir del recinto ella aún no había arribado con el objeto, seguramente a causa de su compañera quien también le había costado entrenamientos extras el día anterior para poder terminar con el circuito del terror –una excepción que se le había concedido por su posición de princesa-. La conocía poco pero sabía que no iba a estar feliz, no le gustaba perder más aún si el fracaso no era del todo suyo.

Caminé con parsimonia rumbo a mi dormitorio, no tenía en mis planes nada urgente para hacer más que ser destinataria de una buena ducha y probablemente leer un libro que me ayudara a pasar el tiempo hasta tanto la princesa se reuniera conmigo para discutir la mejor manera para salvar a Pangea. La lectura como el baño podían esperar el camino lento que estaba llevando a cabo como consecuencia del entumecimiento de mis músculos y el dolor que sentía donde las bolas de diamante habían conseguido impactar contra mi cuerpo.

Giré en un corredor hacia la izquierda con dirección al ascensor y antes de que pudiese dar un paso más una sombra se cernió sobre mí. Abrí la boca en busca de mi voz para gritar en caso de ser necesario pero la misma nunca apareció presa del miedo y el desconcierto. Cerré mis ojos con fuerza esperando el dolor que estaba segura que iba a llegar.

Sin embargo no lo hizo.

Abrí mis ojos con desconfianza y me encontré con el príncipe Malvoro Wang frente a mí a tan solo cinco pasos entre nuestros cuerpos, llevaba en su rostro una expresión no muy amable y vestía, al igual que yo, el uniforme de entrenamiento.

—Señor –realicé una leve reverencia, forzada y casi mecánica. Sentí mis músculos arder en consecuencia pero intenté no emitir gruñido alguno.

—Aanisa Brais.

Mencionó mi nombre, cauteloso, pronunciándolo como si se tratara del nombre de una especie en exhibición. Sus ojos violetas me seguían y evaluaban, y no pude evitar sentir una sensación de desagrado en la boca del estómago.

Mi sentido adicional estaba en alerta, algo estaba mal. No era una casualidad que el príncipe heredero se presentara en mi camino justo minutos después de haberme retirado del entrenamiento que había realizado con éxito. Alguien le había avisado de mi salida solitaria, probablemente Francisco quien se encontraba cercano al mayor de los hermanos Wang en casi todo momento.

Los había visto interactuar en el comedor, parecían buenos amigos e incluso desayunaban juntos al menos tres veces a la semana. Odiaba a Francisco con toda mi alma y el hecho de que fuera buen amigo del príncipe no provocaba en mí una buena sensación sino que lograba encender las alarmas de incendio que sonaban cada vez con más frecuencia en el interior de mi cabeza.

—¿Puedo servirle en algo?

—Me produces curiosidad, ¿sabes? –ladeó su cabeza a un costado y se quedó en silencio, observándome y sin contestar mi pregunta.

No tenía intención de hacerlo.

Sentí el sudor descender por mi espalda humedeciendo de a poco la camiseta que llevaba puesta acompañado de unas imperiosas ansias de salir corriendo en busca de un refugio donde esconderme de su mirada violeta y su sonrisa lobuna pero no lo haría, me negaba a demostrarme débil o asustadiza cuando estaban probando mi valía. Estaba en esta nave por un sorteo que sus asesores habían ideado y se suponía que no tenía nada que ocultar.

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