Capítulo 2: Michel

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Cuando Gemma estuvo sola en su cuarto, no pudo evitar sentir esa presión en el pecho, junto al corazón.

Allí sobre su cama estaban todos sus amigos de la infancia acomodados prolijamente justo como su madre lo hacía. Estaba el oso de peluche marrón que se llamaba Blas; el oso blanco de tamaño mediano que ella consideraba su hijo y se llamaba Lucas; la muñeca de porcelana rubia que llevaba vestido azul, se llamaba Miriam y había sido regalo de tío Lucien; la pequeña gata de felpa, Mizzy, regalo de su primo Emile; otros muñecos cuyos nombres no recordaba...

Y por supuesto... Nancy. La muñeca de tela que parecía una réplica suya pero en miniatura. Ese era regalo de sus padres...

En aquel cuarto abandonado hacía dos años, no había ni una mota de polvo, no había nada que no estuviera en su lugar. Caminó hasta su tocador y se encontró con el cepillo del cabello sobre la mesita. Lo tomó entre sus manos y lo acarició, una lágrima rodó por su mejilla cuando recordó que su padre le cepillaba el cabello todas las noches antes de irse a dormir.

En su escritorio aún estaba la carta que ella le escribió a su padre antes de dejar la casa y huir a hurtadillas como una pequeña cobarde. Había cosas de las que se arrepentía y ésta era una de esas. Abrió el cajón y allí estaban todas las hojas de estudio. Sí, su padre la había educado de manera diferente a las señoritas de la época... La había educado como a un muchacho para que fuese capaz de controlar un negocio, porque su idea era que, a su muerte, Gemma vendiera las tierras e invirtiera en un negocio.

Pero también la había educado como a un muchacho en otros aspectos: le enseñó a pelear, a usar armas, a pensar diferente y adelantarse a los hechos, a mantener una actitud observadora todo el tiempo y desconfiar de todos. Pero, por sobretodo, le había enseñado a ocultar sus sentimientos, a no mostrar debilidad ante nada ni nadie.

Y lo cierto es que ahora se sentía débil. Y muy frágil. Tomó a Nancy y la abrazó con fuerza. Se tiró de espaldas sobre la cama y aplastó sus muñecos. Lloró sin hacer ruido. Un golpe en la puerta la sobresaltó.

- ¿Estás despierta? - preguntó Erik del otro lado.

- Sí, papá - respondió alegre pero su voz la traicionó y sonó como un quejido de dolor.

Despacio, él abrió la puerta y entró al cuarto. Ella sollozó y se secó la cara con la mano. Su padre se acercó y se sentó en la cama, a su lado. Secó sus lágrimas con su fino pulgar.

- La extraño, papá... La necesito - admitió la joven en un débil susurro.

Erik la abrazó levantándole un poco de la cama. Él también la extrañaba y no había un solo día de su vida que pasara sin pensarla, sin recordarla, sin pedirle a Dios por el descanso eterno de su alma. Muchas ideas terribles pasaron por su mente en esos años pero siempre lo detuvo el pensar en su hija.

- ¿Recuerdas cuando tu madre cortó flores para el nuevo Padre pero él no se las aceptó porque eran crisantemos y los crisantemos son para los muertos?

Gemma dejó de llorar y empezó a reírse.

- Sí, me acuerdo... Se enojo mucho ese día. Y el cura también.

- ¡Eso fue por no escucharme! Yo le dije que los crisantemos no deben regalarse...

- Pero ella no sabía que eran crisantemos, se confundió con las amapolas.

Se separó de su padre, lo miró a los ojos y ambos volvieron a reírse. Continuaron recordando anécdotas divertidas que tenían a Madeleine por protagonista y pronto olvidaron la tristeza. A Erik se le ocurrió que, ahora que estaban juntos otra vez, cada uno debería contarle al otro un recuerdo alegre que tuviera sobre Maddie y así juntos la recordarían entre risas y no con lágrimas.

Lo que fue #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora