Moneditas (Diario de Madeleine)

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Nos tuvimos que levantar muy temprano porque papá dijo que tenía una sorpresa para nosotros. Caminamos desde la aldea hasta la ciudad, ni siquiera había salido el sol cuando partimos. Adrien iba de mi mano y Marc, de la mano de Alice. Los demás quedaron en casa porque mamá se negó muy enojada, dijo que eran muy pequeños para venir.

Llegamos a la plaza apenas empezó a salir el sol. Papá traía una caja, la abrió y de ella sacó un montón de rosas atadas en dos ramos gigantes. Eran muy bonitas, me gustaban mucho pero Alice puso mala cara.

- Esto haremos - dijo papá sonriendo - Jugaremos a "El que venda más rosas se lleva un premio".

- ¡Sí! - exclamó Adrien aplaudiendo.

- ¿Cuál es el premio? - pregunté un poco menos entusiasmada que mi hermanito.

- No les puedo decir ahora... Cada flor vale una de estas moneditas, ¿entienden? No se vayan a equivocar y acepten de menos porque ya saben.

Los cuatro asentimos. Repartió las flores y me mandó a mí y a Adrien a vender a un costado de la plaza mientras que Alice se quedaba con Marc en el lado opuesto.

Adrien estaba muy ilusionado por el premio y yo no tanto porque los premios de papá siempre son tontos. Por ejemplo, una vez le dio a Alice una galleta como premio por vender mucho.

Llegó la hora del almuerzo y yo estaba hambrienta pero Adrien estaba muy feliz porque decía que habíamos vendido mucho. Alice se me acercó y tomó mi brazo, debíamos ir por papá, que estaba en la taberna.

- ¿Cuántas flores vendiste? - me preguntó con seriedad.

- No sé, creo que 24 o pueden haber sido 35 no sé - respondí rascando mi frente.

- ¿Cómo "no sé"? Dame las monedas.

Le obedecí con miedo. Adrien empezó a llorar diciendo que le queríamos robar su premio.

- Cállate o le diré a mamá que tú robaste las moras de la abuela - lo amenazó ella.

- ¡Pero si yo no hice eso!

- Pero a mí me van a hacer caso porque soy la mayor así que te dejas de llorar.

Adrien se cruzó de brazos y cerró la boca. Alice contó las monedas de mi montón y después contó las suyas. Y de mi montón sacó cuatro moneditas y del suyo, tres. Las metió en su bolsillo mientras todos la mirábamos con enojo.

- Si alguien le dice algo a papá o a mamá...

- ¡No hace falta que nos amenaces! - grité enojada - ¡Ladrona!

Sus ojos se llenaron de lágrimas y se levantó del suelo, sacudió sus manos con tranquilidad, tomó su montón de monedas y las guardó en una bolsita.

- Dile a papá que vendiste veinte - me dijo y, tomando la mano de Marc, se encaminaron a la taberna.

Adrien y yo les seguimos en silencio. Al llegar a la puerta, nos hizo quedar a un costado y entró ella sola. Salió muy al rato con papá.

- ¿Cuánto vendiste? - me preguntó mi padre que ya estaba ebrio.

- Veinte - respondí tendiéndole mi bolsa mientras miraba a Alice con fijeza.

- ¿Tú? - le dijo a mi hermana.

- Veinte.

Adrien sonrió.

- ¡Entonces los cuatro tendremos premio! - gritó aplaudiendo.

Papá miró a Alice con rareza.

- Tú... Esto es cosa tuya, tramposa. ¿Qué hiciste? - la regañó pero ella se mantuvo seria, no mostró miedo.

- Saqué dos de mis monedas para pagar tus tragos, papá, ¿no me viste hablar con el tabernero?

Papá parecía confundido. Sin embargo, se giró y comenzó a caminar tambaleante, mientras nosotros le seguíamos.

Adrien hizo un berrinche en el camino y por ese motivo papá se enojo y nos juró a todos que no habría premio para ninguno y que golpearía al próximo que hablase.

Llegamos a casa, mamá nos dio el almuerzo con alegría.

- ¿Cómo les fue a mis niños? - preguntó mientras tomaba su lugar. Estaba a punto de contarle pero papá interrumpió.

- ¡Mal! - gritó él - ¡Sólo vendieron 30 flores!

Mamá nos miró con decepción. Más tarde, ella se acostó a dormir una siesta y papá se fue a casa de no sé quién. Alice me dijo que llevara a nuestros hermanos al campito de trigo y nos sentemos a esperarla. Ella apareció con un bollo de trapos en la mano y se quedó de pie entre nosotros.

- Oh, ¡compré chocolates! - exclamó a media voz.

Los más pequeños empezaron a aplaudir con alegría pero rápidamente los hizo callar. La miramos con atención.

- Sólo puede comer chocolates el que prometa que no le dirá a nadie que comió chocolate. El que le diga a alguien que yo le di chocolate, nunca más le daré nada. ¿Entendieron?

Todos asentimos.

- Ven, Madeleine.

Fui hacia ella y abrió el bollo de trapos. Dentro había una barra muy corta de chocolate que partió a la mitad y, con un palito que recogió del suelo, le hizo unas marquitas. Me dijo que pusiera el dedo en la primer marquita, llamó a Marc y le dijo que mordiera el chocolate hasta donde estaba mi dedo. Así fuimos haciendo con todos hasta que quedó un pequeño trocito para mí y uno más pequeño aún para ella.

- Ven - me dijo.

Nos separamos del resto y entramos en silencio a la cocina. Tomó una frutilla vieja que encontró escondida en un estante de la cocina, la cortó a la mitad con el cuchillo, puso un trozo de chocolate en cada mitad y encendió una cerilla.

- Mira esto - me susurró.

Acercó despacio la cerilla a los pedacitos de chocolate hasta que se derritieron sobre la fruta. Luego, me dio una mitad. Me tomó de la mano y me sacó de la casa hacia el jardín, donde nuestros hermanos no nos vieran.

- ¡Eres la mejor del mundo! - le dije.

Lo que fue #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora