Picnic (Diario de Madeleine)

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Cargaba la canasta con los alimentos. Erik llevaba otra colgando. Gemma iba delante nuestro correteando entre las flores y los arbustos.

En un punto del sendero, Erik dejó la canasta en el suelo con un suspiro. Me detuve y le miré interrogante.

- Podrías haber cocinado menos cosas, esto pesa una tonelada - se quejó. Meneando la cabeza, continué caminando.

- Cállate y camina, anciano.

Algo pasó corriendo muy rápido entre nosotros: Patas, el perro de Gemma. A pesar de tener dos años, se portaba como un cachorro y tenía el tamaño de un caballo.

- ¡Gemma! ¡¡Te dije que encierres esa bestia en el establo!! - gritó Erik con enojo.

El perro se echó a los pies de Gemma y nos miró con cara de inocente. Ella empezó a reír y rascarle la panza. Hubo entonces una pequeña discusión.

- ¡No! ¡Si te llevas a Patas, yo iré con él! - gritó Gemma con el ceño fruncido.

Ignorándola, Erik lo tomó del cuello y el animal chilló exageradamente.

- ¡LO ESTÁS LASTIMANDO! - gritó Gemma, empezando a llorar.

- Déjalo, Erik - dije tomando su mano, haciendo que lo suelte.

El perro se quedó en el suelo llorando y Gemma se agachó para abrazarlo. Miré a Erik meneando la cabeza.

- ¡No le hice nada! - se defendió. Era cierto: apenas si lo había tomado del cuello.

Lo cierto es que el perro se hacía el idiota con Erik, siempre lloraba cuando se acercaba a él o temblaba cuando lo llamaba. En cambio, conmigo no actuaba así. Yo le daba sus buenos castigos cuando se portaba mal y, sin embargo, a mí me adoraba.

Ahora Gemma lloraba abrazada al perro mientras Erik se quejaba del animal e insistía en que apenas si lo había tocado.

- ¡Ese perro me odia! - decía - Lo hace a propósito... ¡Y como sigas llorando te juro que lo pondré a dormir!

Eso sólo sirvió para que el tenor de los llantos de la niña aumentara en demasía.

Alguien debía hacer algo para terminar con todo eso. Obviamente tuve que ser yo ese alguien.

Dejé la canasta en el suelo, me arremangué el saquito que llevaba puesto, tomé al maldito Patas por el pescuezo y me lo llevé hasta el establo. El perro, listo como un zorro, en vez de resistirse y llorar para que lo arrastre, me seguía al trotecito.

Le dejé encerrado junto a los caballos y volví al camino. Curiosamente, ni la canasta ni Erik ni Gemma estaban allí. Junté mis manos y las apreté sintiéndome estúpidamente preocupada.

Me eché a correr hasta la orilla del arroyo. Entonces comencé a escuchar un murmullo de voces.

- ¡Eh, Madeleine!

Giré al oír la voz de mi esposo. Estaba con Gemma, ambos se habían sentado debajo de un frondoso árbol y me miraban sonriendo. Me acerqué a ellos, ya tenían listo el mantel y los alimentos servidos.

- ¿Por qué no me esperaron? - pregunté con molestia. Ya no me sentía de buen humor. Sin embargo, ellos sonreían.

- Queríamos preparar todo - explicó mi niña.

Me senté observando el arroyo. Como siempre, el sonido del agua me causaba una bonita sensación de bienestar y paz. Miré a Erik y Gemma, que me observaban sonrientes, fingiendo que nada había sucedido.

- ¿Por qué siempre tienen que arruinar todo con sus peleas? - les dije molesta - Somos una familia, aprendan a comportarse como tal.

- ¡Oh! No es mi culpa - se defendió Gemma rápidamente - Si papá no hubiera hecho daño a Patas...

- No le hice daño... ¡Y fue tu culpa por dejarlo suelto! - argumentó Erik.

- ¡Tenemos un campo enorme y tú me pides que lo encierre!

- Sí, porque arma líos cuando nadie lo vigila. Madeleine dile a tu hija lo que hizo el otro día con las gallinas de los Marchand.

- ¡Eso son mentiras! - exclamó Gemma - ¡Patas no haría eso!

Me levanté y fui a sentarme más lejos de ellos. Vinieron por detrás mío, entonces me giré y los miré con enojo.

- ¿Ven? Sólo saben pelear... Quédense allá y yo me quedaré acá, no me la pasaré viendo cómo pelean.

- Pero...

- Olvídalo, Erik. Ya me hicieron enojar en serio.

Se fueron resignados, tomados de la mano. Aún a la distancia en que me encontraba era capaz de oír el murmullo de su discusión. Me senté de espaldas a ellos. Pensaba en miles de cosas mientras mantenía la mirada perdida en las aguas cristalinas del arroyo. Me quedé dormida sin darme cuenta.

Aquel silencio tan pacífico me hizo despertar asustada. Era bastante tarde, porque ya no brillaba el sol con tanta fuerza. Busqué con la mirada a Erik y Gemma y los encontré justo donde los vi por última vez: sentados sobre el mantel uno junto al otro, bajo la sombra de frondosos árboles.

Contemplaban la puesta de sol, ¿hay algo más tierno que eso? Sí. El hecho de que él pasaba un brazo por sobre sus hombros y ella descansaba la sien en el hombro de él.

¿Por qué peleaban tanto y luego se portaban así? Jamás lo entenderé.

No quise cortar ese dulce momento así que me levanté sin hacer ruido y volví a casa a comer algo porque estaba realmente muerta de hambre. A pesar de haber pasado mañana y tarde durmiendo, me sentía atrozmente cansada.

Lo que fue #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora