En el Camino de Los Dioses: I

731 51 7
                                    

Sigrid estaba sobre una gran tarima en la Plaza de los Dioses, veía como todos en Alvheim estaban ocupados empacando todo lo que tuviese valor en esa ciudad. Telares, escudos, espadas, tesoros, ropas y animales. Todos a cuantos la miraban le lanzaban señales silenciosa de odio, de temor, tanto a ella como a los condes que colgaban de grandes postes entre los edificios y estatuas.

«Les he hecho prepararse para marcharse de su casa, para abandonar sus hogares ¿Qué habrías hecho tú, tío Egil?»

Sigrid, la reina de Alvheim, la hija de Frey por derecho divino se disponía a cometer la mayor de las traiciones contra su pueblo. Eyra la esperaba, ella también lucía una mirada de completo desacuerdo con las acciones de su amiga. Sigrid lo sabía, lo notaba sin la necesidad de que ella le dijese. «Más que reina ahora parezco una carnicera.»

— ¿Y los barcos? — Preguntó, mientras caminaban hacia el interior de la ciudad, seguido de varios guerreros. Para suerte de la reina, solo unos cuantos soldados se habían aunado contra ella, los demás seguían siendo fieles o, al menos, se mantenían bien calladitos y tranquilos.

— Casi listos, mi reina — «Mi reina, nunca me ha llamado así, es obvio que está enfadada.» — Hemos ampliado algunas cubiertas y hemos atado los mástiles unos co otros, eso dará cierta estabilidad al navegar.

— El tiempo está con nosotros, Eyra. Debemos partir mañana, antes de que el rey Sven note el engaño y antes de que se acabe la primavera. No quiero un solo hueco de cubierta desperdiciado.

— No dejaremos de trabajar, incluso de noche — Dijo antes de retirarse.

Se dirigió hacia su casa, no hacia el Gran Salón del rey, sino hacia la casa donde ella se había criado, donde había vivido su infancia, el único lugar que verdaderamente sentía tristeza de abandonar.

Jensen estaba ayudando a Gerda a reunir lo que se iban a llevar mientras que Jorgen tenía a Guthfrid dormido en su regazo y afilaba concienzudamente una daga. Incluso allí el ambiente era tenso.

— ¿Nos llevaremos mucho? — Preguntó, calentándose junto al fuego.

Jensen negó, en gesto cortante.

— Solo mis hierbas más raras — Dijo Buen Escudo, fingiendo una sonrisa — Deberé plantarlas allí donde vamos. Pon algo más, Jensen. — La mujer abandonó su quehacer y se acercó a Sigrid con una triste sonrisa en el rostro. — Has hecho lo correcto, has actuado según tu propio criterio y no el de otros.

— Sí, y he despojado a casi tres mil personas de su hogar. Que reina que soy yo.

«Si Ivar estuviese aquí podríamos haber combatido juntos, como el York, juntos éramos invencibles.» Sigrid sonrió y se acercó a su hijo. «No, solo tenía esa sensación. Eran los pensamientos de una niña enamorada, de una estúpida niña que no sabía que debía crecer.»

— ¿Cómo ha dormido?

Jorgen se encogió de hombros, como si no le diese mucha importancia.

— ¿Tú también estás enfadado?

— Esto parece una retirada, parecemos débiles y no el poderoso reino que somos — «Él es el primero he hablarme con sinceridad pero no, no somos ya un reino poderoso sino un conjunto de madera, carne y huesos que se precipita a su muerte.»

— Deberíamos aprovechar la noche de tregua que nos queda, marchar sobre el campamento gauta y matarlos mientras duermen.

— Por una vez... estoy de acuerdo con Jorgen — Apoyó el otro gemelo.

— Vosotros no lo entendéis — Dijo Sigrid — ¡Ya no existe Alvheim! ¿Qué haremos sin nuestro oro? Si no son los gautas serán los suecos, si no el rey Harald o Lagertha de Kattegat ¿Preferís quedaros y decidir contra quién preferimos morir?

La Edda de Ivar el DeshuesadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora