El juego de los cinco reyes: II

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Sigrid dejó caer la espada para luego limpiarse el sudor y la sangre del rostro. El último ataque gauta había llegado a traspasar otra vez las murallas hasta que casi consiguen invadir la ciudad. Les detuvieron por poco.

La reina de Alvheim caminó entre los cuerpos sin vida del campo de batalla que regaban las murallas y las zonas circundantes. Se preguntaba cuántos hombres habría perdido ese día, más de cien, eso seguro.

Fue hacia uno de los salones, Gerda estaba atendiendo a los enfermos con desesperación junto a varias mujeres y curanderos. La mujer no había vuelto a empuñar su espada de plata desde que los sami se colaron en la ciudad, ni una sola vez.

Olaf se acercó a ella. El gran hombretón tenía lacerada unas de las mejillas, la piel empapada de sangre y el rostro cansado y apagado. Estaba así desde la muerte del rey Egil, Sigrid nunca habría adivinado cuan fuerte era la amistad que a ambos les unía pero al parecer era una de esas fuertes, firmes y que rara vez suceden.

— Majestad, la requieren en el gran salón.

«Majestad.... nunca me acostumbro.»

— Ya voy, Olaf. Espera un momento.

La chica caminó entre los heridos, habló con algunos y a otros les dio de comer. No podía creerse que eso les estuviese pasado. Alvheim, el gran reino de los vikingos del norte, reducido a cenizas. «Antes éramos ricos y poderosos ¿Qué somos ahora? ¿Quién soy, Sigrid, o la reina de un reino que camina a pasos agigantados hacia la destrucción?

Se dirigió al salón. Por primera vez en su vida la subida del alto acantilado le resultaba pesada y cansina. Hacía semanas que se sentía así, cansada, agotada, apenas tenía fuerza y se mareaba a cada rato cuando paseaba entre los restos de una batalla. Sin duda estaba cayendo enferma.

Al entrar en el salón los condes se hicieron a un lado, cediendo el paso. Sigrid se sentó en el trono, apretando los huesos ásperos y fríos. «Haakon Corazón de Lobo hizo este trono para que el rey nunca estuviese cómodo, puto cabrón.»

— Mi reina — El conde Viggo se adelantó — Hemos alcanzado un consensuo los aquí reunidos: Debéis capitular.

Olaf abrió la boca.

— ¡¿Estás loco?!

El conde tembló en su sitio.

— ¡No tenemos casi comida, hay enfermedades y cada día mueren más mujeres, niños y soldados! ¿Cómo quiere seguir adelante, conde Olaf?

El hombre dio dos pasos al frente, situándose a centímetros del conde.

— ¡¡Antes muerto que abandonar mi reino!! — Gritó — ¡¡Antes moriría!!

«Y moriremos.» Intuyó Sigrid. Las palabras del conde eran ciertas, apenas sobrevivirían medio mes más, demasiadas bocas que alimentar y demasiados cadáveres que alimentar.

— ¡Os prometo, mis condes, encontrar una salida! ¡Hasta entonces... rezad a Thor porque aniquile a los gautas!

Sigrid bajó del trono y se dirigió a su aposento. Guthfrid dormía sobre la cama, custodiado por Eyra. La chica había estado callada desde que Ysolda había muerto. «No fui una buena amiga, dejé morir a mis vecinos, a mis amigos ¿Qué clase de reina seré? Había enviado un barco a Dublín para pedir ayuda a Bardr, como siempre, no habían vuelto.

— ¿Estás bien? — Preguntó Eyra. La rubia se acercó e hizo que su amiga se sentase en una banqueta — Estás blanca como la leche.

— Creo que estoy enferma. No pongas esa cara, sobreviviré.

La Edda de Ivar el DeshuesadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora