El Camino de los Dioses: II

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Sigrid no comprendió nada. Estuvo casi una hora tirada en el suelo, desprovista de ayuda, de fuerza. La vista no le funcionaba y el cuerpo estaba sumido en un extraño sopor del que ella era incapaz de salir. ¿Cuánto tardó en poder moverse unos metros? Le parecieron horas aunque puede que solo fuesen varios minutos. Pensaba en Ivar, pensaba en lo que ese idiota le diría si la viese en esas condiciones, pensó en Guthfrid y pensó en el bebé de su interior. Le costó pero se puso en pie y caminó mientras se apoyaba en las afiladas paredes de piedra ennegrecida.

Siguió un camino que iba en ascenso, creyendo así que, tal vez y solo tal vez, conseguiría encontrar una salida. Empezaba a tener hambre y sed, sobre todo sed. No pensó en la comida, de lo contrario caería desfallecida en ese instante. «Piensa en tu hijo, necia, piensa en todos los que quieres.» Pero pronto descubrió que en lo único en lo que su mente se concentraba era en las visiones que había visto en la cueva. No todas fueron malas.

Frey, lo había visto otra vez pero ¿Habría sido verdadero? A ojos de Sigrid le había dicho lo mismo que le dijo en su primer encuentro. Seguía bajo una amenaza, iba a sufrir dos traiciones más, amor y fe; Iba a dar vueltas como la serpiente. Tenía una cosa clara y es una parte de la profecía de Egil, años atrás: Un gran reino caería y otro se alzaría. Eso era lo único que sabía.

Vio la luz, tras horas caminando. Era la luz del día, acompañada de llamas.

Sigrid salió y lo primero que vio fue el rostro de Gunilda. La escudera se arrodilló ante ella. Sigrid se permitió cerrar los ojos. Cuando los abrió estaba en un barco, sentía las olas embistiendo el casco muy lentamente. Estaban aún atados en el puerto.

— Has despertado — Susurró Jorgen, con su hacha en la mano — Has estado dos días metida ahí dentro, el rey gauta ya ha descubierto que le hemos traicionado y está atacando las murallas. — Sigrid quería contestarle pero estaba tan débil que las palabras no le salieron — Nos vamos, dejamos Alvheim, para siempre. La gente ya está subiendo a los barcos.

— ¿Q-q-quién está en... lo-los muros? — Musitó, como si cada palabra fuese un trabajo extenuante.

— Gunilda — Dijo — Ella no va a abandonar la ciudad, ninguna de las Guardias piensa hacerlo. Se quedan, las veinte, junto a casi cincuenta guerreros. Cierra los ojos, reina Sigrid. El viaje será movidito ¡¡Soltad amarras, nos vamos de casa!! — Gritó el gemelo castaño — Nos vamos.

Sigrid sintió como el drakkar comenzó a surcar las aguas. A las pocas horas se sentía mejor. Guthfrid la abrazaba con cariño mientras que Gerda y Eyra la cuidaban. Los gemelos y Olaf se encargaban de la flota. Eran casi ciento cincuenta naves, la mayoría naves de cubierta más amplia que la de los convencionales drakkar, llenas de todas las personas de Alvheim. «Al menos no me han dado la espalda, por el momento, claro.»

Sigrid pensó en Gunilda, en ese momento estaría luchando a sangre y fuego en las murallas o frente a la entrada del Camino de los Dioses, frente a sus valerosas Guardianas y esos pocos guerreros que se habían quedado con ella. Sigrid se levantó con esfuerzo, aferrándose al manto de lana sobre su espalda. Fue hacia popa. Olaf la recibió con una sonrisa.

— Ya estás mejor, pequeña reina. Salta a la vista.

— Me muero, de frío y hambre pero estaré aquí mucho tiempo más.

— No podremos hacer el viaje de una sola vez, Sigrid. — Dijo el conde, con voz trémula — Debemos descansar, nuestro pueblo no está acostumbrado a navegar.

— ¿Dónde sugerirías ir? — Dijo ella.

— Vestfold, la capital del rey Harald está cerca y Ivar está con él.

La Edda de Ivar el DeshuesadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora