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—¡Será hija de puta! Voy ahora mismo para allí.

Marcello cuelga el teléfono indignado.

—No hará falta –interviene Claudio, sin tan siquiera alzar la vista del periódico que sostiene con ambas manos—, los chicos ya han ido hacia su casa.

—¿Bromeas? –pregunta horrorizado.

—Padre se enteró ayer de que esa puta iba a la policía, ordenó que le hicieran una visita.

Marcello traga saliva, un sentimiento extraño desciende por su garganta, se aloja en su estómago y lo convulsiona provocándole náuseas. Inspira profundamente por la crispación y sale disparado, atropellando a todo aquel que se interpone en su camino.

Sube al coche y arranca haciendo chirriar los neumáticos contra el pulido asfalto.

La puerta está abierta.

Marcello entra sintiendo cómo el corazón le late desaforado.

Todo está revuelto; las sillas por el suelo, la mesa ha golpeado con fuerza la pared resquebrajándola y las cortinas se han desprendido de sus barras.

—¿Hola? ―pregunta mientras se adentra en la estancia sorteando los obstáculos. Busca frenéticamente entre los escombros, temiendo haber llegado demasiado tarde.

Un gemido procedente de detrás del sofá le alerta y corre enérgicamente hacia él.

—¡Pero qué...!

Se arrodilla en el suelo y da la vuelta a la muchacha. Su blusa está abierta y llena de sangre. Toda procede de su cara, la han golpeado con tanta fuerza que le han roto el labio. Una de sus mejillas está ligeramente amoratada al igual que su nariz.


...

Siento sus intrusas manos cerrándome la blusa para tapar lo poco que queda de mi intimidad. Quiero gritar con fuerza para que se aleje de mí, su contacto abrasa mi piel, me hiere más profundamente que cualquier puñal.

Me concentro en incorporarme y apartarle, pero mis intenciones quedan en un burdo intento; estoy muy débil.

La cabeza no deja de dar vueltas tratando de huir de mi propio dolor. De repente oigo sus palabras, tranquilas, pausadas y consoladoras:

—Shhhh... ya ha pasado todo ―susurra mientras me sostiene la cabeza para limpiarme las heridas con un pañuelo.

Abro los ojos cansados. En cuanto le tengo cerca ahogo un angustioso jadeo. Le reconozco al instante e intento apartarme de nuevo, pero él me sostiene con firmeza, inmovilizándome.

—No se preocupe, no he venido a hacerle daño.

La ansiedad recorre mi cuerpo como si fuera ácido abrasándome desde dentro. Por fin grito. Lo hago mientras reúno fuerzas para arrastrarme por el suelo y apartarme de él. Parece haber captado la indirecta y tras un breve forcejeo, me libera. Sus ojos se dilatan observándome con la boca entreabierta, mostrando toda su confusión.

«¿Qué esperaba, que corriera a sus brazos después de lo que me ha hecho? Porque sé que ha sido él, él ha ordenado a esos salvajes que me pegaran».

Le oigo suspirar. Cierra la boca y vuelve a intentar un acercamiento, aunque esta vez lo hace mostrando visiblemente las palmas de sus manos en alto. Me perturba su insistencia, quiero que se vaya lejos para poder relajarme, pero él hace caso omiso a mis señales y persiste en su empeño de intentar aproximarse.

Estoy demasiado débil para moverme, pero le lanzo una mirada de advertencia sin perder detalle de cada uno de sus movimientos.

—No voy a tocarla –declara sin dejar de mirar las palpitantes heridas de mi rostro; a juzgar por su cara de espanto, deben ser horribles—. Solo voy a limpiarle un poco con el pañuelo.

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora