16

2.2K 226 4
                                    

Ya han pasado tres semanas.

Cada vez soy más rápida en el trabajo y el idioma ya no supone un obstáculo para mí; de hecho, he dejado de llevar el diccionario a todas partes; sin embargo, siento un pellizco alojado en el fondo de mi pecho. Una sensación de vacío indescriptible, vacío que ha surgido repentinamente y sé perfectamente a qué es debido.

Bufo mirando la cantidad de cosas que quedan por hacer, este promete ser un día largo y cansado como todos los anteriores. Acaricio mis manos agrietadas y secas mientras espero a que alguien abra la puerta. Aunque lo cierto es que solo estoy esperando a una persona en particular.

«¡Vamos! ¿No te ha dejado claro ya que no le interesas? Parece mentira que después de tres semanas sigas teniendo esperanzas de que aparezca».

Elevo el rostro tras escuchar la campanilla y enseguida me invade la decepción al constatar que no es él.

Una mujer elegante avanza con decisión. Se retira las gafas de sol y recorre con la mirada cada rincón de la cafetería, parece estar buscando algo. Dos hombres con traje la esperan fuera fumando un cigarrillo. Puede que solo venga a preguntar por una dirección, no tiene pinta de ser de por aquí.

Camina irradiando clase con un vestido de gasa blanca con detalles en negro en el cuello y en la cintura. Se me corta la respiración en cuanto se sitúa justo detrás de la barra.

Maria sale de la cocina y la mira con atención. Su piel se torna blanca como la cal y su expresión se congela. Entonces la señora mira a Maria, le dedica una leve sonrisa mientras toca suavemente su hombro derecho con la mano. Distingo un brazalete de oro blanco repleto de incrustaciones de rubíes. No hay duda. Esta mujer tiene algo que ver con Marcello.

—¿Qué se le ofrece, señora? —pregunta Maria dulcificando su voz al máximo.

Ella mira una vez más a su alrededor. No sé por qué.

—He venido a conversar con Ingrid.

Doy un respingo tras escuchar mi nombre.

Maria me mira sin comprender.

—¿Eres tú? —dice frunciendo el ceño. Asiento sin atreverme a hablar—. ¿Podemos sentarnos un momento, por favor?

—Claro.

Salgo de detrás de la barra para acompañarla hacia una mesa y le hago un gesto con la mano para que se siente, luego la acompaño.

—¿Quiere tomar algo?

—No. Gracias. No te preocupes –su mirada se centra en mi rostro y me entran escalofríos–. Me llamo Monica Lucci. Soy la madre de Marcello.

No le hacía falta la aclaración, me he dado cuenta enseguida ya que son como dos gotas de agua. Lo que no entiendo es qué tiene que hablar conmigo esa mujer.

—Encantada de conocerla señora Lucci —consigo articular.

Monica sonríe. Cruza sus vertiginosas piernas por debajo de la mesa y me mira intensamente durante unos segundos sin decir nada.

—¿Te gusta trabajar aquí? –pregunta de repente. No sé qué contestar; me desconcierta.

—El trabajo está bien —reconozco con rapidez.

Monica se pasa la mano por el cabello para recolocárselo. Parece una de esas actrices italianas de las películas antiguas. Tiene una larga cabellera oscura que desciende en enroscados bucles por sus hombros. Sus ojos son verdes y felinos, me recuerdan a los de Marcello. Todo ello contrasta con una tez blanca como la leche. Realmente es una mujer hermosa, sencillamente perfecta.

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora