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Cafetería 56. Situada en el cruce principal de la carretera que comunica el centro del pueblo con las afueras.

Es un local pequeño, ambientado al estilo americano de los años cincuenta, con grandes bancos tapizados en cuero rojo entre mesas rectangulares blancas.

En las paredes hay decenas de fotografías de pizzas y panettones que, junto al olor a crepes recién hechas, hace que mis tripas rujan. Coloco mis manos sobre el vientre y lo presiono para acallarlo. No quiero que nadie advierta que, a excepción de la noche anterior, hace días que solo me alimento a base de fruta.

—¡Ingrid! ¡Ya estás aquí! –La voz de una mujer saliendo de la cocina desvía mi atención.

«¿Por qué parece que aquí todo el mundo me conoce?»

Asiento mientras recibo el efusivo saludo de la dueña del local; una mujer mayor con el pelo blanco y el rostro tan arrugado que me pareció estar viendo a mi abuela.

—Te presento a Antonio, y yo soy Maria.

El anciano con delantal que debe ser su marido, se acerca para darme dos besos en las mejillas. Instintivamente me aparto antes de que logre rozarme y le ofrezco la mano con cautela.

Él capta la indirecta y me estrecha la mano con cuidado; se lo agradezco.

—¿Has desayunado? –pregunta intuyendo mi pensamiento.

—Lo cierto es que no... —giro el rostro avergonzada.

—Pues vamos a remediar eso ahora mismo –el anciano me invita a ocupar una mesa y se dirige a la cocina a paso ligero.

—Todavía falta un poco para que empiecen a llegar los clientes, así que no te preocupes.

Maria se sienta junto a mí en la mesa.

Antonio aparece con un plato de tostadas con mantequilla en una mano y una taza de café con leche en la otra.

—¡Vaya! Muchas gracias –contesto con timidez.

—Nos sentimos muy agradecidos de que hayas venido a ayudarnos, Antonio y yo estamos mayores para dedicar tantas horas a este negocio, contigo aquí podremos descansar un poco.

Sonrío con amabilidad mientras acepto de buen grado el desayuno que me han preparado.

—Estoy encantada de poder ayudarles, aunque me sorprende que no hayan encontrado a nadie antes.

Maria mira a Antonio con pesar.

—La verdad es que no hay muchos candidatos. De vez en cuando viene mi sobrino a echarnos una mano, pero él está abriendo un negocio en el centro y el pobre no puede aportar mucho... ¿Marcello te ha comentado algo del salario? –pregunta cambiando drásticamente de tema.

Niego con la cabeza.

—Solo podemos pagarte quinientos euros al mes más las propinas, y no tendrás que preocuparte por la comida, podrás coger de aquí todo lo que te haga falta.

Enseguida empiezo a hacer mis cálculos: quinientos euros menos cien a pagar a los extorsionadores, luego estaría la luz, el agua, el gas, productos de higiene y de limpieza... apenas tendría para sobrevivir el mes.

Miro a los dueños que me observan con tristeza, realmente les supone un sacrificio pagarme, pero siento que me necesitan, sus esperanzas están puestas en mí y eso me intimida un poco. Miro los ojos de Maria y se me encoge el corazón; comprendo que no puedo negarme y a la vez siento una excitante sensación de satisfacción; quiero empezar ¡ya! De hecho, esto supone un desafío para mí porque nunca he trabajado en hostelería.

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora