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—¿Qué tal tu día libre? –pregunta Maria al entrar en el bar.

—La verdad es que lo necesitaba –reconozco sonriendo afablemente; obviamente, omito el incidente con la moto; no es el momento—, ahora me siento como nueva, preparada para volver a empezar. ¿Y vosotros? ¿Mucho trabajo por aquí?

—El de siempre cariño, ya sabes...

Me pongo la bata y empiezo a moler el café.

Sin darme cuenta tarareo la melodía de una canción desconocida.

«¿La que canta soy yo? ¡No me lo puedo creer! ¡Ingrid, estás cantando! ¡Tú, la chica triste y malhumorada a la que han hecho daño taaaantas veces, está cantando! ¿Es que tienes algún motivo para eso?»

Repaso mentalmente los últimos acontecimientos:

«Mmmmm... no. No hay nada por lo que deba estar realmente feliz, pero es una sensación agradable. ¡Continúa!»

Cojo un par de platos y me giro para ponerlos en su lugar, cuando percibo la proximidad de alguien sentado tras la barra.

Marcello está sobre uno de los taburetes escondiendo una apretada sonrisa. Con el ruido de la máquina del café no lo oí entrar.

«¡Mierda! Con la de motivos que tiene para reírse de ti, vas, y le das otro.»

—Parece que está muy contenta esta mañana –dice mientras enrosca un diario formando un ancho canuto. Verle hacer eso me pone tensa—. Por mí no se corte, continúe ―añade jocoso.

—¿Qué quieres? –le pregunto de mala gana, avergonzada.

Él me mira sorprendido, pero no dice nada.

Maria sale de la cocina al escuchar la campanilla que anuncia la llegada de los primeros clientes y, al igual que yo, se sobresalta al ver a Marcello ya en la barra.

—Tengo que ir a atender... así que...

Me dispongo a salir de la barra cuando él me impide el paso tocando mi mano con el canuto de diario. Automáticamente le fulmino con la mirada y me aparto.

—Bueno... yo estaba primero —alega con altivez.

Para mayor vergüenza me atraviesa una oleada de calor tiñéndome de rojo; tiene razón, pero atenderle, aunque solo sea para servirle un triste café, me pone enferma. Él parece que se divierte viendo como aquí no tengo más remedio que acatar sus órdenes sin rechistar.

«¿No estarás exagerando un poquito, Ingrid? Mira que te ha reparado la moto...»

—¡Claro! Perdona –me disculpo forzosamente—. ¿Qué vas a tomar?

—Un café, por favor –me dice con una sonrisa en los labios.

Maria, que acaba de tomar nota a los nuevos clientes, se coloca detrás de la barra sin dejar de observar disimuladamente a Marcello.

—¿Café solo? –pregunto forzando mi cortesía.

Marcello ríe para sí. Posiblemente de mi tono despechado.

—Esta vez acompañado, si puede ser.

Le miró extrañada.

Maria, que sí ha captado la indirecta, me ordena que le acompañe hacia una mesa y me siente un rato con él; ella se encarga de llevar su café.

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora