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Faltar al trabajo se ha convertido en una mala costumbre. En mi último encuentro con Marcello le he dejado claro que no puedo seguir haciéndole esto a Maria. Quiero seguir viéndole, pero no dejándolo todo a medias en cuanto él me reclama.

Me sorprende la naturalidad con la que se lo ha tomado. Todo va divinamente hasta que dice algo que me deja momentáneamente en estado de shock.

"Podría ir a tu casa después del trabajo."

No sé qué decirle. Me quedo en blanco y él aprovecha esa circunstancia para decirme la hora exacta a la que piensa venir.

Debo confesar que eso me da miedo. Mi casa es mi templo sagrado, teniéndole a él no podré estar tranquila. Por otro lado, siento una extraña punzada en el pecho ante la perspectiva de verle... y así estoy ahora. Sentada en el sofá. Me ha dado tiempo a ducharme y cambiarme de ropa mientras me preparo mentalmente para recibirle. No es algo malo, no tiene por qué suponer una amenaza o una invasión a mi intimidad. Sé que nunca me haría daño, pese a que no ha cesado en su empeño de querer tocarme.

Él lo llama "el pequeño entrenamiento diario". Dice que se trata de convertir nuestro fugaz contacto en un hábito para acostumbrarnos el uno al otro.

Odio cuando se pone en plan sabelotodo, ¡como si él supiera más que los especialistas que me han tratado! Aunque debo confesar que se está esforzando en hacer desaparecer todos los fantasmas del pasado.

En cuanto llaman al timbre me pongo tensa. Como cada noche repaso rápidamente la ropa que me he puesto: Pantalón vaquero y una camisa blanca. Los botones de arriba están desabrochados, tampoco cierran bien sin la venda que estaba acostumbrada a usar para ocultarme el pecho.

Me acerco decidida a la puerta y la abro para dejarle entrar.

—Buenas noches.

Le sonrío. Está muy guapo. Lleva el pelo alborotado, un polo azul oscuro y, al igual que yo, unos vaqueros. ¡Y deportivas! Eso sí que es nuevo; Marcello con deportivas, insólito. Aunque reprimo una sonrisilla cuando la marca Ferrari que hay bordada en sus zapatillas me recuerdan a quién tengo delante.

—¿Cómo ha ido en el trabajo? —pregunta dirigiéndose hacia la cocina.

—Bien, como siempre —me encojo de hombros.

—¿Has cenado?

—Sí, en el bar.

Abre la nevera y revisa detenidamente el contenido de los armarios.

«Si... ¡adelante! sírvete, no te cortes...»

—Mmmm... de todas formas deberías tener comida en casa. Mañana ordenaré que te llenen el frigorífico y la despensa. ¿Te parece bien?

—Marcello... eso no es necesario.

—Bueno, yo creo que sí. ¿Tienes algo de beber?

—Solo agua.

—¿Puedo tomar un vaso?

Asiento, voy a la cocina y regreso al comedor con un vaso lleno de agua.

Él me lo agradece y se lo bebe todo de un trago.

—No estaría mal que tuvieras una botella de vino, ya sabes, para las visitas...

Me echo a reír.

—¿Qué visitas?

Extiende las manos a ambos lados, señalándose. Me echo a reír.

—Tienes una sonrisa preciosa... lástima que no sonrías más a menudo.

Desvío la mirada. Aunque sus halagos son cada vez más frecuentes, no me acostumbro. No me gustan y después de recibirlos no sé cómo actuar: si devolvérselos, agradecérselos, ignorarlos... ¡ufff! ¿Por qué todo me resulta tan complicado?

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora