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—¿Qué tal todo? ¿Lo estás pasando bien? –Su voz suena sarcástica.

Me doy la vuelta y ahí está él, esta vez no me rehúye.

—La verdad es que no, todo esto es demasiado para mí... —miro a nuestro alrededor; la música, las luces, la gente bailando, los licores caros... tanto lujo es algo a lo que no estoy acostumbrada y no me gusta. Tengo miedo de hacer algo que pueda estropearlo todo.

—¿Prefieres salir fuera?

Asiento con rapidez; cualquier cosa es mejor que soportar las miradas indiscretas.

El jardín está ornamentado con pequeños farolillos tenues. Bajo las escaleras de mármol blanco mientras observo la decoración fascinada.

Todo es verde y blanco. El césped está bien cortado, los rosales cuidados y cada pequeño rincón iluminado.

A mano derecha, densos matorrales perfectamente recortados delimitan los pasillos de lo que parece ser un laberinto.

—Qué pasada... —avanzo con seguridad por el sendero marcado –supongo que tú sabrás salir de aquí, ¿no?

Marcello sonríe y asiente proporcionándome la seguridad que necesito para seguir adelante.

Hay varias calles. Advierto aquellas sin salida porque Marcello se queda al principio del pasillo sin acompañarme, entonces retrocedo y cambio de dirección.

Finalmente consigo llegar a una gran explanada. Es el centro del laberinto, justo en medio, una réplica del David de Miguel Ángel marca el corazón de aquel lugar. Hay bancos de piedra rodeando el perímetro. Me dirijo hacia uno de ellos y me siento sin dejar de admirar la espléndida escultura.

—Increíble... no sé dónde mirar. Debe ser maravilloso vivir rodeado de todo esto.

—Lo es –confirma.

Marcello se sienta en el otro extremo del banco sin dejar de observarme.

—Estás distinta —reconoce dedicándome media sonrisa burlona. Mis pómulos enrojecen al instante, para variar.

—Ya —me encojo de hombros—. Idea de tu madre.

Ríe y niega divertido con la cabeza.

—Te sienta bien. Pero no es únicamente la ropa... es todo, pareces diferente.

—No te creas. Por dentro sigo siendo la misma cagada de miedo de siempre.

Sonríe.

—No sé cómo lo haces, pero siempre logras sacarme una sonrisa.

—Yo podría decir lo mismo.

Me dedica una mirada escéptica.

—Es curioso, quienes me conocen dicen que no tengo sentido del humor.

—Para mí sí.

Nos quedamos en silencio lo que parecen largas horas interminables.

—Esto me resulta muy embarazoso... —Marcello desvía la mirada hacia sus manos, parece nervioso.

—¿El qué?

—Era más sencillo hablar contigo cuando tenías un aspecto concreto, ahora... ahora es otra cosa.

—No te preocupes, este cambio solo durará hasta media noche. Mañana volveré a la realidad.

Él no ríe ante mi broma. Nuestros rostros se encuentran una décima de segundo y lo aparto de inmediato, me da miedo cómo me mira, hoy no me siento fuerte, sino todo lo contrario.

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora