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Me desperezo. He pasado una noche terrible, con pesadillas. No me extraña, todavía no se me olvida lo que ha hecho el idiota de Marcello. De hecho, creo que he estado toda la noche sin pegar ojo por su culpa.

Me miro en el espejo. Mi cansancio se evidencia por mis marcadas ojeras.

Me pongo el top compresor, la sudadera y mis vaqueros de siempre y salgo apresuradamente por la puerta.

He pensado todo lo que quiero decirle si me encuentro con él, no voy a consentir que intimide a Maria ni a nadie que esté cerca de mí. Estoy impaciente por dejar bien marcados los puntos sobre las íes. Que me amenace a mí es una cosa, ¿pero a Maria? ¡Eso sí que no! Una mujer mayor y buena como ella es intocable.

Me pongo el delantal y empiezo a trabajar con el ceño fruncido. Coloco los vasos del lavaplatos, muelo el café, limpio la barra, retiro el polvo a las botellas de licor de la estantería...

El tintineo de las campanitas me hace dar un respingo. Miro ansiosa hacia la puerta y ahí está él.

La sangre parece hervir bajo la superficie de mi piel tiñéndome de rojo.

Él entra distraído. Ni siquiera me mira mientras se acomoda en la misma mesa de siempre.

«Por fin da la cara, después de tanto tiempo. Confieso que estaba impaciente por encontrármelo».

Tiro el trapo bruscamente sobre la barra y me acerco a su mesa decidida. Sin pedir su permiso o aprobación me siento en el banco tapizado que hay frente a él.

—Buenos días, Ingrid –me dice con media sonrisa burlona.

—¿Estás contento?

Él alza una ceja sin dejar de sonreír.

—Pues sí. Gracias por preguntar.

Ahora me imagino que soy un dragón que resopla humo por sus fosas nasales. Estoy tan furiosa que no sé cómo disimularlo.

—¿Cuándo vas a aprender que no quiero que nadie controle mi vida? Lo que hago o dejo de hacer no es asunto tuyo –le digo con toda la tranquilidad que soy capaz de mostrar.

Marcello me mira ligeramente sorprendido, sonríe y espira con fuerza.

—Pensé que hoy estarías mucho más enfadada conmigo. Me alivia ver que pese a todo, mantienes las formas. Sé lo difícil que te resulta hacer eso.

Me quedo absorta, con la boca entreabierta por el desconcierto. Cierro los ojos con fuerza para recuperarme, luego los vuelvo a abrir, le miro atentamente y no sé cómo logro templarme.

—He pensado en buscar trabajo en otro lugar —digo sin mucho interés—, de conseguir algo por mí misma para no sentirme en deuda contigo, para que no te creas con derecho a... —la voz se me apaga. Alzo la vista y vuelvo a encontrarme con su mirada desigual, mantiene la calma, pero sé que está crispado.

—¿Y bien? –ruge como si estuviera enfadado.

—No soy capaz de abandonarlos ahora, me he implicado demasiado y siento que les traicionaría si hiciera algo así.

—Mejor –dice con rotundidad y parece relajarse un poco—. De todas formas, cambiar de trabajo no solucionaría nada. El pueblo entero me debe lealtad.

Este hombre es imposible. Quería decirle muchas cosas, pero estoy agotada de enzarzarme en discusiones absurdas con él; no sirven de nada.

Clan LucciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora