Cincuenta y tres kilos con seiscientos gramos.
Josh se bajó con cuidado de la báscula, clavados los ojos en el número digital, y volvió a intentarlo en cuanto se apagó.
Cincuenta y tres con setecientos.
El muchacho resopló y decidió quedarse con el número más bajo de los tres intentos: cincuenta y tres con cuatrocientos gramos. Se preguntó qué podría haber hecho mal para no haber perdido el kilo y medio que se había propuesto esa semana, pero no tuvo tiempo de pensar porque la puerta de los vestuarios se abrió de golpe.
—¡Josh! ¿Quieres ir a...?
La reacción inmediata de Josh fue recoger su camiseta y pantalones del piso antes de que su amigo Ashton lo viera, pero pero no fue lo suficientemente rápido, pues el otro alcanzó a captar una breve imagen del cuerpo blancuzco y delgado de su amigo, que se había escondido tras los taquilleros.
—¿Qué haces? —preguntó extrañado.
—Nada, ya salgo.
Ashton vio la báscula digital en el suelo y se preguntó cómo la habría sacado del armario del vestuario si siempre estaba cerrado.
—¿Te estás pesando? —continuó.
Josh, detrás del taquillero, se terminó de meter en los pantalones de deporte y se sentó a atarse las deportivas.
—No sé qué hace eso ahí.
Ashton subió las cejas, tan oscuras como las ondas de su cabello, pero no dijo nada.
Había notado que Josh llevaba varios días empleando ese tono irritable de voz, aunque luego insistiera en que todo marchaba con normalidad. Y con tal de no presionarlo, hundió las manos en su pantalón y dejó de observar la báscula.
—¿Quieres ir por pizza? Van Zac, Luca, Liz y...
—No puedo, me sienta mal.
Ashton frunció el ceño. Esperó a que Josh saliera de detrás del taquillero para encararlo, porque sabía cuánto se enojaría si intentaba asomarse. Ya había pasado otras veces.
Y cuando Josh, con su cabello rubio desordenado y el corazón acelerado, dio la vuelta, tuvo que frenar en seco antes de estamparse de bruces contra Ashton. Los ojos redondos de su amigo lo contemplaban, expectantes. Medían lo mismo, pero Josh parecía de catorce años por lo estrecho de su cuerpo.
—¿Te pasa algo?
Josh frunció el ceño.
—No, ¿por qué?
Ashton se encogió de hombros. Se ajustó la mochila al hombro, regresando entonces a la puerta, puesto que Josh lo seguiría fuera del gimnasio de la escuela.
Era un cálido viernes de febrero en Corvallis y, en los aparcamientos del St. James High School, esperaba el auto de Ashton Moore bajo los débiles rayos de sol. Hacía menos de seis meses que lo tenía, pero desde el primer día había estado llevando y trayendo a Josh Higgins de su casa al instituto. Se habían conocido el año anterior, cuando los Higgins se mudaron a Oregón y Josh fue inscrito a ese instituto para terminar Bachillerato.
—La semana que viene empiezan los exámenes —le dijo Ashton una vez en el coche—. Por eso vamos a ir a...
—Por eso tengo que estudiar —lo interrumpió Josh.
A sus diecisiete años, ya tenía edad suficiente para conducir, pero su padre le había dicho que no le enseñaría hasta que se comportara como un niño normal. Y que Ashton ya tuviera su propio auto era otra cosa que envidiaba de él.
Pero este, cansado del humor de Josh, decidió no insistir. Se limitó a manejar hasta la casa de su amigo, a veinte minutos del instituto, antes de irse a la suya. Josh, no obstante, no se dio cuenta de que Ashton se había callado, porque estaba demasiado preocupado calculando cuánto tendría que comer para bajar dos kilos esa semana y compensar la anterior.
Ni siquiera cuando Ashton detuvo el Chevy rojo delante de su casa le habló: simplemente recogió su mochila del suelo, le dio una palmada en el hombro y se bajó. Ashton no arrancó de inmediato. Durante los segundos que Josh tardó en alcanzar la puerta de la casa, Ashton se dedicó a observar la gran sudadera gris que llevaba y los pantalones holgados, y le dio la impresión de que, o se habían dado de sí los pantalones de deporte, o él estaba más delgado.
No le preguntaba directamente porque aquello lo irritaba más.
Josh entró a su casa por la puerta de atrás, que daba a la piscina. Escuchó la televisión de la sala de estar, así que supuso que su hermana Shelby ya habría vuelto del instituto, pero su mirada se desvió primero al mostrador de la cocina, a su derecha, donde había un paquete de bollos de pan abierto y una caja de queso sobre el granito.
—¡Mamá aún no ha vuelto! —anunció Shelby desde la sala. Josh no podía verla desde allí, pero ella lo había oído llegar—. Hazte un sándwich si quieres.
—Luego —respondió él rápidamente—. Tengo mucha tarea.
Shelby no se opuso. El muchacho atravesó la cocina sin pasar a saludar por la sala y subió la escalera hacia su dormitorio. Realmente ni siquiera le apetecía estudiar, pero el solo hecho de pensar en comer le aceleraba el ritmo cardiaco.
No quería ver la comida.
Aquel día había conseguido sobrevivir a las largas horas de hambre sin haber comido más que una manzana, en el comedor escolar, y ninguno de sus amigos hizo preguntas.
Pero le dolía tanto el estómago que necesitaba encerrarse para no bajar a la cocina; cerró la puerta, contra la que lanzó la mochila, y se echó bocabajo en la cama para no sentir los calambres. Como por inercia, abrió la aplicación en su teléfono de rutinas diarias de ejercicio y pulsó el botón de inicio de los treinta segundos de abdominales.
Los contaba conforme respiraba con tal de no concentrarse en el vacío de su estómago. Una sola imagen había en su mente, y era la de Ashton, y de Luca y de Tristan en los vestuarios de la escuela, sin camiseta, porque cada uno pensaba que su cuerpo lucía mejor que el del otro. Sin saber cómo, había acabado formando parte del equipo de fútbol americano de la escuela, igual que aquellos chicos, después de vivir un infierno en la secundaria. No lo arruinaría.
Había pasado de no ser nadie en Florida a sentarse en la misma mesa de los chicos que se creían dueños de Oregón, conocían a todo el instituto, salían con las animadoras, organizaban las mejores fiestas y sobresalían en los deportes. Él no podía quedarse atrás.
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Obsessions (Las obsesiones de Josh)
JugendliteraturMenos calorías, más ejercicio, menos comida, más hambre, menos peso, más huesos. Menos tú, más anorexia. Josh Higgins es un chico popular. Todos lo conocen, todos lo quieren. ¿Quién imaginaría que, detrás de su vida tan perfecta, hubiera un monstruo...